Quinientos años después de su muerte, el nombre de Lucrecia Borgia sigue evocando la figura de una mujer sanguinaria, intrigante, sádica y lujuriosa que asesinaba a sus amantes gracias a su maestría en el uso de los venenos. Sin embargo, y como ocurre tantas veces, la realidad fue una muy muy distinta. ¿Queréis conocerla?
Lucrecia de Borja (o su latinización Borgia) nació allá por el año 1480, y fue la tercera de los cuatro hijos que tuvo el entonces cardenal Rodrigo de Borja con su amante Vannozza dei Cattanei. Y aunque nació en Subiaco, un municipio que por aquellos entonces pertenecía a los Estados Pontificios, la notoriedad de su estirpe se enraizaba en la provincia de Valencia, en España.
Nos encontramos en una época de pleno Renacimiento en que Italia, aún no unificada, vivía un esplendor de las artes que, en cierto modo, vino espoleado por la intensa vida de intriga y política. Las conspiraciones eran el pan nuestro de cada día y las mujeres cumplían un papel fundamental en aquel juego de hombres. Y Lucrecia tuvo la mala fortuna de ser inteligente, simpática, educada y muy hermosa.
Para su padre, el ya mencionado Rodrigo de Borja, ella era una herramienta perfecta con la escalar posiciones en la sociedad y, en especial, si quería ostentar el máximo poder de la curia: la silla de San Pedro en El Vaticano. En busca de este objetivo, concertó como marido para su hija a un noble valenciano llamado Joan de Centelles y la casó por poderes cuando ella tenía solo 11 años. Los novios no llegaron siquiera a conocerse, pues un año después, Rodrigo anuló el matrimonio para comprometerla con Gasparo conde de Aversa. Pero de nuevo se arrepintió de esta decisión y se echó atrás, pues surgió la oportunidad de entroncar su linaje con el de una de las familias más poderosas de Italia, los Sforza. El prometido fue Giovanni Sforza, un hombre quince años mayor que ella. Lucrecia solo tenía trece años. Esta unión le dio el poder necesario a Rodrigo para cumplir su sueño, el de ostentar el máximo poder político de la época. De hecho, el 11 de Agosto de 1492, y a pesar de que los cardenales rechazaban a cualquier papa que no fuera italiano, Rodrigo de Borja fue elegido como sumo pontífice, pasando a ser Alejandro VI. Un año después, y tal y como estaba pactado, Lucrecia y Giovanni Sforza contrajeron matrimonio.
La pareja, aunque fuera un matrimonio de conveniencia, se dice que se guardaban cierto afecto y respeto. Quizá demasiado a ojos de la sociedad, pues tras tres años de matrimonio, aún no habían tenido hijos.
Alejandro VI, por su parte, tenía entre ceja y ceja la unificación de Italia. Se cuenta que su yerno Giovanni no solo no apoyó su causa, sino que conspiró contra él. Alejandro VI, a quien el apellido Sforza cada vez se le atragantaba más, planeó asesinarlo. Con lo que no contaba era con que su propia hija lo traicionase y avisase a su marido, que se libró de la muerte por los pelos. El nuevo papa tenía claro que aquella unión con los Sforza ya en nada le favorecía, por lo que, arguyendo que aquel matrimonio no se había consumado, solicitó la nulidad del mismo. Los Sforza, como era de esperar, se negaron en redondo. En medio de este entuerto, a Lucrecia se la llevaron a la fuerza del lado de su marido y la encerraron en un convento. Amenazado y cansado de intrigas, Giovanni Sforza acabó por admitir de manera pública la más terrible de las humillaciones que podía sufrir un hombre de la época: que era sexualmente impotente y que por este motivo no había mantenido jamás relaciones carnales con Lucrecia. El matrimonio, tras cuatro años, se da por nulo. Pero al papa le surge un nuevo contratiempo y es que su hija, al momento de la firma, estaba embarazada. Se desconoce si el padre era Giovanni o bien un sirviente español llamado Pedro Calderón con quien mantenía algo más que una amistad. Sea como fuere, el pobre amante apareció muerto en el río Tíber, y Giovanni Sforza, traicionando a la que había sido su esposa (y a quien debía la vida), hizo correr el rumor de que, en realidad, el verdadero padre de la criatura era el propio Alejandro VI, es decir, el padre de Lucrecia.
Estas acusaciones dieron a los enemigos de la familia un hueco en la armadura por el que apuñalarlos, y todos se lanzaron a por él como hienas, aumentando la calumnia y perjurando que Lucrecia no solo mantenía relaciones sexuales con su padre, sino también con su hermano César al mismo tiempo.
No obstante, y tras dar a luz a su hijo, tocaba una nueva boda para ella. El elegido en esta ocasión fue Alfonso de Aragón, cuya familia garantizaba el poder de los Borgia en Italia gracias al reino de Nápoles. Lucrecia, desengañada y hastiada, no deseaba un nuevo casamiento; si bien en Alfonso encontró al fin algo de paz y de felicidad. El muchacho contaba con diecisiete años y, además de muchas aficiones, ambos compartían el ardor de la juventud. Tanto fue así, que no tardaron demasiado en ofrecer a las familias un hijo en común. Pero se dice que nada dura eternamente y mucho menos una alianza en aquella Italia del Renacimiento. Cierta noche en la que Alfonso paseaba por la Plaza de San Pedro, unos sicarios lo apuñalaron en repetidas ocasiones. Dado por muerto, fue llevado a su casa. Sin embargo, a aquel hombre aún seguía con vida. Se cuenta que la propia Lucrecia se mantuvo a su lado día y noche, cuidándolo sin descanso hasta que, pasadas seis semanas, alguien entró a hurtadillas en la casa y lo estranguló.
Las malas lenguas culparon al propio hermano de Lucrecia, César, y a un supuesto ataque de celos. No obstante, el tiempo y los estudios concienzudos hacen dudar mucho de que la propia familia hubiera participado en el asesinato. En lo que ningún historiador duda es en que Lucrecia quedó destrozada tras el asesinato de su amado esposo. Tan profunda era su tristeza, que su padre la envió a un retiro en Nepi a fin de que pudieran ayudarla a recobrar la alegría. Pero ella era una mujer de su tiempo y llevaba grabado hasta lo más hondo el dogma que decía que si bien el papel de una esposa era el de servir a su marido, el de una mujer poderosa era servir a su familia. En apenas unos meses regresó a Roma para ayudar a su padre con las labores burocráticas, firmando y sellando de su puño y letra muchos de los escritos del papa mientras se mantenía a la espera de una nueva boda que sabía que llegaría tarde o temprano. El elegido fue Alfonso d’Este, hijo del duque de Ferrara. Alfonso era conocido por ser un hombre de carácter hosco e incluso cruel. Al parecer, y a pesar de eso, Lucrecia vio con buenos ojos aquel matrimonio. Ansiaba alejarse de Roma y de toda aquella maraña de culebras que la usaban para sus propios fines, y Ferrara parecía un lugar idóneo. Además, a pesar de la fama de su futuro marido, una de sus principales aficiones era el arte, pasión que podrían compartir.
Alejandro VI falleció en 1503 y aunque se sabe del amor que su hija sentía por él, esto le permitió vivir mucho más tranquila. Allí, como duquesa, aunque despreciada por su marido, Lucrecia consagró su vida al mecenazgo en las artes, convirtiendo su palacio en un gran museo de arte, subvencionando a grandes como Tiziano o Pietro Bombo, o creando una curiosa empresa de granjas de búfala para fabricar el queso más famoso del lugar, la mozarela. Dedicó también muchos de sus esfuerzos en proteger a los más desfavorecidos, fundando un monte de piedad que le granjeó el apelativo de «la buena duquesa».
Si bien, la vida no le depararía muchas más alegrías, pues pocos años después fallecería su hijo Rodrigo, aquel que tuvo con su marido Alfonso de Aragón. Esto la volvería a sumir en una profunda melancolía de la que ya jamás se recuperó. El 14 de junio de 1519, Lucrecia daba a luz a una hija que nacería muerta. La dureza del parto hizo que le sobrevinieran unas fuertes fiebres, lo que unido a las pocas ganas de vivir que ya le quedaban de por sí, acabaron con su vida diez días después. Apenas contaba con 39 años. Se dice que aquel día toda Ferrara salió a la calle a llorar a su duquesa, a la que bautizaron para la eternidad por sus buenas obras como «la madre del pueblo».
La historia de Lucrecia, como la nieve que se derrite cuando llega el calor, se esfumó para no dejar rastro. En el S. XIX ya casi nadie la recordaba, hasta que el dramaturgo Víctor Hugo creó una obra teatral de escasa calidad basada en una biografía ficticia. Y si bien aquella obra pasó al olvido, la pátina oscura de la infamia que vertió sobre Lucrecia se mantuvo injustamente hasta nuestros días. A esta ola de vilipendios también se sumó Alejandro Dumas, quien en una de sus series sobre crímenes famosos en la historia, la reinventó como una asesina infalible gracias a un anillo hueco que usaba para verter en las copas de sus amantes un veneno llamado Cantarella.
Y es que, sobre los propios Borgia, se creó una leyenda negra muy influenciada por sus enemigos que, a día de hoy, aún se mantiene. Y no eran santos, desde luego, sino exactamente iguales, con las mismas virtudes y defectos, que el resto de los nobles del momento. De hecho, poco se cuenta que Alejandro VI creó la universidad de Roma, dio mecenazgo a Miguel Ángel o fue el responsable de dar el título de reyes católicos a Isabel y Fernando, entre otras muchas cosas.
Pero aun así, quien menos merecía esa fama entre los Borgia fue Lucrecia, quien lejos de ser una envenenadora despiadada y lujuriosa, no fue más que un objeto usado por todos para elaborar sus pérfidas intrigas y en cuyos sentimientos no reparó nadie.
Si quieres saber más sobre la historia real de los Borgia, recomiendo «Los Borgia, historia de una ambición», de mi muy admirado Juan Antonio Cebrián.
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