Durante
mucho tiempo, demasiado, el papel de la mujer en la sociedad se limitó casi en
exclusiva a la labores del hogar. La cría de hijos, su cuidado y manutención
copaban el día a día de la mayoría de ellas. Y para aquellas que, por el motivo
que fuese, se le resistiese la vida familiar, solo quedaba un lugar que pudiera
acogerla: el convento.
Así fue en la sociedad occidental durante siglos,
pero no todas aceptaron su destino de buen grado o se resignaron a lo que este
les deparaba. Tal fue el caso de nuestra protagonista de hoy, Catalina de
Erauso, más conocida como la Monja Alférez.
¿Queréis conocer su historia? ¡Seguid Leyendo!
Catalina
nació en torno al año 1592 en San Sebastián, y como buena vasca y española,
tenía un carácter tan indómito como incontrolable. Su padre, el capitán Don
Miguel de Erauso, gozaba de una posición lo suficientemente ventajosa como para
proveerla de un marido que le garantizase una vida acomodada, pero antes debía
a aprender las labores y la posición que una mujer debía ocupar en la sociedad.
Así pues, y a la espera de marido, Catalina acabó con solo cuatro años como
novicia en un convento de dominicas junto a otras cuatro hermanas más. Pero
Catalina no se parecía en nada a ellas.
La
joven novicia no quería ser una mujer más, sino una aventurera como su querido
y admirado hermano Miguel, quien había partido a las Américas cuando ella
apenas era un bebé. Contaba con unos quince años cuando, tras contestar
indebidamente, recibe una bofetada que la obliga a callar. Aquello fue la gota
que colmó el vaso.
Incapaz de soportarlo más, saltó la valla del
convento y se escabulló entre los bosques que Gipuzkoa. Sobrevivió durante días
a base de frutas silvestres y raíces y bebiendo agua del río. No sabía a dónde
ir, pero sucedió algo que cambiaría su vida para siempre. Allí, quizá de un
caserío cercano, encontró unos harapos de hombre. Aquellas prendas,
desarrapadas y sucias, eran las riendas que necesitaba para hacerse con el
destino que soñaba. Y no estaba dispuesta a soltarlas.
De
esta guisa caminó por los bosques hasta llegar a Vitoria, donde se presentó
como un joven sin hogar en busca de trabajo. Nadie imaginó que aquel chico, en
realidad, era una chica. Catalina era alta, tenía pelusa en el bigote, sus
formas eran toscas y poco agraciadas, e incluso ella misma se jactaba de tener
los pechos tan secos como una pasa.
Catalina ejerció cuantos oficios le ofrecieron,
oficios por otro lado, solo destinados a los hombres. Pero para ella no era
suficiente. Quería conocer el Nuevo Mundo, parecerse a su hermano y buscar la
aventura.
Con
esta empresa entre ceja y ceja, fue de ciudad en ciudad hasta atravesar el país
y llegar a Sanlúcar de Barrameda, donde encontró trabajo como grumete para
viajar a su tierra soñada, América.
Ya pisando aquellas tierras lejanas, y fascinada
por cuanto allí observaba, fue pasando de oficio en oficio tal y como había
hecho en España, hasta que surge la oportunidad que tanto tiempo llevaba
esperando.
El
ejército necesitaba soldados para la encarnizada lucha que estaban manteniendo
contra los araucanos, en el actual norte de Chile. Y allá que se fue ella.
Las
batallas contra aquellos araucanos fueron aterradoras; aquellos indios no
cedían un palmo de terreno sin derramar hasta la última gota de sangre, ni
estaban dispuestos a renunciar por más que esta se vertiera. Pero Catalina,
donde a otros les temblaba hasta el alma, mostró un arrojo y un valor rayano en
la locura. Aquel joven bisoño se lanzaba a la batalla sin importarle la muerte,
y se mostraba tan diestra en la lucha que hacía enrojecer a los soldados más
veteranos. Su fama pronto creció, incluso entre los propios araucanos.
Aquello
no pasó inadvertido para los oficiales, que en reconocimiento, la elevaron al
grado de alférez. No había objetivo imposible ni misión, por suicida que fuese,
que aquel muchacho renegase. Pero aquel alférez tenía un grave problema. Amaba
el juego, el vino y las mujeres, pero sobre todo, era tremendamente
pendenciero. Jamás aceptaba una mala mirada, una mala palabra, o la más mínima
duda de su hombría, y no dudaba en sacar su espada para demostrarlo. Se batía
en duelo por cualquier motivo, y con el paso del tiempo, Catalina fue dejando
un reguero de sangre tras de sí.
Sucedió
entonces que uno de sus camaradas fue insultado y decidió limpiar su honor. Las
normas de la época dictaban que debía elegir un padrino para el duelo y, cómo
no, este eligió a Catalina. El joven alférez, arma en mano, entabló combate con
el padrino rival. El otro hombre se movía bien y atacaba mejor; por fin
Catalina encontraba un rival a su altura. Pero quiso el destino que la balanza
cayera del lado de la mujer, quien tras un certero mandoble, hizo que el hombre
se fuese al suelo herido de muerte.
La
duelista se agachó para escuchar la última voluntad del moribundo. Este,
simplemente, deseaba que hiciera llegar a su familia las noticias de su muerte.
Su nombre era Miguel, y su apellido, de Erauso. Catalina, sin saberlo, acababa
de asesinar a su propio hermano, aquel cuyos pasos había seguido desde España y
a quien con tanto ahínco había tratado de parecerse.
La
vida del alférez dio un vuelco. Se entregó por completo al alcohol y al juego,
yacía con cuanta mujer se pusiese a tiro, casada o no, y desenfundaba su arma
para blandirla en duelo con o sin motivo. Incapaz de encontrar estabilidad, fue
dando tumbos hasta llegar a Huamanga, en Perú. Allí una mujer se cruzó en su
camino, pero según parece también se había cruzado en el camino de otros. A
quién correspondería el amor de esa dama lo decidiría una vez más el acero.
Catalina vuelve a batirse en duelo, y de nuevo es el filo de su espada el que
acaba con la vida de aquel hombre. Pero en esta ocasión no podría escapar de
las autoridades. El alférez es detenido por sus numerosos crímenes, juzgado y
condenado a muerte. El muchacho, probablemente hastiado de su propia vida, dicen
que lo aceptó de buen grado.
La soga ya pendía en el patíbulo a la espera de
abrazarse a su cuello. El sacerdote se ofreció para escuchar al joven en
confesión. Y fue en ese momento, cuando ya solo deseaba ir en paz con su Dios,
que el alférez confesó que en realidad era una mujer y que, incluso, había sido
monja.
El
clérigo ordenó que la examinaran para aseverar aquel absurdo testimonio, si
bien las matronas no solo lo certificaron, sino que además añadieron que
Catalina era virgen. El sacerdote, impresionado, detiene el proceso y da a
conocer la revelación. La noticia corre como la pólvora, entre el populacho,
sus compañeros de armas, sus enemigos… tanto fue así, que incluso llegó a oídos
del rey de España, al otro lado del océano.
Felipe
IV, impresionado por la historia, solicita recibir en audiencia a aquella
increíble mujer y cuando lo hace, no solo no le reprocha sus actos, sino que la
reafirma en su posición de alférez y le ofrece una pensión vitalicia de 800
escudos. Reconvertida de repente en uno de los personajes más populares de la
época, viaja hasta Roma a petición del propio papa Urbano VIII. Y allí, en un
curioso vuelco del destino, el papa la autoriza a vestir como un hombre.
El
alférez decidió que era el momento de tratar de llevar una vida sencilla. Se
instaló en Madrid y allí vivió hasta aproximadamente los cuarenta años. Quizá
observando que la vida pasaba cada vez más rápido, quizá porque su corazón
rebelde no fuese capaz de arraigar en ningún lado, decidió regresar de nuevo a
su amada América. Y aquí es donde le perdemos la pista. Lo último que sabemos
de ella es que arribó al puerto de Veracruz en México. Unos dicen que su barco
naufragó frente a sus orillas y que allí falleció. Otros, en cambio, que usó un
nuevo nombre para huir de la fama y que llevó una vida sencilla como arriera en
un fructífero negocio que ella misma regentó hasta que falleció con una edad
cercana a los sesenta. Nunca sabremos qué fue de ella o cómo murió. Pero sí
sabemos cómo vivió, y esto se debe a que, durante su última estancia en España,
sus memorias fueron recogidas para la eternidad y, a día de hoy, aún se
conservan en el Archivo de Indias de Sevilla.
Bravucona,
jugadora, bebedora y pendenciera, pero también valiente e indómita, cuenta en
su biografía que un cardenal en el Vaticano, quizá para ganarse su afecto,
alabó sus virtudes, comprendió los problemas de haber nacido mujer y el porqué
de su rebeldía, pero que terminó la frase diciendo: «tu único defecto es que
eres español». Ella, consciente de que poco podía presumir de su casquivana
vida, le contestó: «Con todo respeto, esa es mi única virtud».
Catalina de Erauso, una mujer que la historia
recordará para siempre por el sobrenombre con el que la bautizó el rey: la
monja alférez.
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Obra del autor José Luis de Villar y Rodríguez de Castro
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