Johan Trollmann, a quien todos llamaban «Rukeli» nació en uno de los barrios más pobre de la Hannover de 1907, en una época en que ser gitano en Alemania era sinónimo de rechazo. Se trataba de un boxeador fino, de técnica excelente y con un juego de pies mareante, cosa que no gustaba nada a sus detractores. Aquello fue solo una excusa para negarle un más que merecido puesto en el equipo olímpico que representó a su país en el año 1928 de Ámsterdam, ya que aunque aún los nazis no estaban en el poder, al gobierno no le pareció buena idea que les representase un joven «bailarín» de piel oscura y pelo ensortijado. De hecho, el Völkischer beobachter, el periódico oficial de los nazis, lo llamaba “el afeminado”. Para colmo, su entrenador era un exboxeador judío, lo que no hacía más que empeorar su fama.
Eso no
fue óbice para que, gracias a su habilidad sobre el cuadrilátero, se
convirtiese en uno de los mejores boxeadores de Alemania y se plantase a las
puertas del título de campeón nacional semipesado.
Fue el 9 de Junio de 1933. Su oponente era un
tipo llamado Adolf Witt, un boxeador de un corte totalmente diferente, pero que
parecía agradar más al público pronazi. Tras seis asaltos en los que Rukeli no
cesó de bailar sobre el ring, fintar los golpes de su rival y contragolpear con
la velocidad de una pitón, resultaba evidente que la victoria a los puntos
debía ser para él. Pero los jueces no pensaron igual y declararon el combate
nulo. El público, sin dar crédito a lo que estaban presenciando, los abucheó y
comenzaron a formarse revueltas entre las gradas. Los jueces de mesa, incapaces
de mantener por más tiempo semejante farsa, se vieron obligados a rectificar.
Rukeli, a punto de ver cómo le robaban la pelea y tras años de descrédito y
discriminación, lloró de la emoción al ser coronado como nuevo campeón de
Alemania.
Pero aquel acto sirvió como excusa a sus
detractores, que veían cómo un gitano de piel oscura comenzaba a ganar una
popularidad desmesurada. Seis días después, recibió una carta en la que se le
comunicaba que se le retiraba el título acusándosele de comportamiento indigno
por haber llorado en el ring.
Dos meses más tarde, y sometidos a la presión
de los amantes de aquel deporte, organizaron otro combate. Pero la infamia comenzó
incluso antes de enfundarse los guantes. A Rukeli le prohibieron usar sus
movimientos característicos y le advirtieron que debía mantenerse firme e ir al
choque frontal, «como mandaban la masculinidad» de aquel deporte. De no hacerlo
así, su licencia sería retirada, y jamás volvería a boxear. Aquello no se
trataba de pugilismo, sino de política y racismo. Un gitano no podía ser el
campeón de un pueblo cuyo objetivo era la imposición de la raza aria. Pero
Rukeli hizo algo inaudito, un acto de valentía y honor que quedará por siempre
grabado en la historia de este hermoso deporte.
El público jaleaba expectante, ávido por ver de
nuevo a Rukeli en acción. Y él apareció sobre el ring. Llevaba el pelo teñido
de rubio y el cuerpo embadurnado en harina. Aquel era el esperpento del más
puro alemán de raza aria. La campana sonó y él se mantuvo firme en el centro
del cuadrilátero, con los pies fijos, y sin defenderse. Su rival lo golpeó y lo
golpeó. La sangre le brotaba de su entumecido rostro, entremezclada con aquella
harina que ocultaba su oscura piel. Aguantó los puñetazos de su rival durante
cinco asaltos hasta que, incapaz de soportar más semejante paliza, cayó
inconsciente sobre la lona. Puede que hubiese perdido, pero ganar no era el
objetivo, sino enviar un mensaje.
Pero su historia no acabó ahí. Años después,
los nazis, en su afán de acabar con todas las razas inferiores, esterilizaron a
miles de gitanos, y a Rukeli entre ellos. En el año 1939 la Wehrmacht lo
reclutó de manera forzosa y lo llevó al frente para defender a su país. Llegó
el año 1942. El decreto de Auswitch equiparó a los gitanos con los judíos, y
Rukeli, tras haber defendido a su país en la guerra, fue llevado al campo de
concentración de Neuengamme. Los guardias, al reconocerle, le obligaron a
participar en un combate que sirviera para entretenimiento de los carceleros.
Su oponente, en este caso, sería un capo, un preso protegido por las SS. Otro
combate en el que, lo más inteligente, era dejarse perder para conservar la
vida. Pero Rukeli decidió morir con dignidad. A pesar de llevar años sin
boxear, hizo resucitar su juego de pies, volvió a moverse y a fintar de forma
endiablada, sin que su rival pudiese cazarle ni una vez. Golpeó y golpeó en
aras de su dignidad y la de su pueblo y ganó aquel combate. El protegido de los
nazis, enfadado ante semejante afrenta, lo golpeó con un garrote hasta que
nuestro héroe acabó en el suelo, ensangrentado una vez más, con los guantes
puestos. Pero esta vez no pudo volver a levantarse. Aquel había sido el último
combate de su vida.
Pasaron muchos años, demasiados, pero en el año
2003 la familia de Rukeli, fue llamada por la Federación de Boxeo alemana.
Allí, por fin, se hizo justicia y en un acto conmemorativo les entregaron el
cinturón de campeón que jamás debió perder.
Sirva esto como mi pequeño homenaje a Johan
Trollmann, «Rukeli», el boxeador gitano al que los nazis jamás pudieron
doblegar.
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