Según la Rae, histeria es la «enfermedad nerviosa crónica,
más frecuente en la mujer que en el hombre, caracterizada por gran variedad de
síntomas, principalmente funcionales y a veces por ataques convulsivos».
Pero, ¿cómo derivó esto en la invención del vibrador? ¡Sigue leyendo!
El hecho de que sea más común en mujeres que en hombres, hizo
que durante muchos siglos se pensase que era una enfermedad que solo afectaba a
ellas.
Platón, en su celebérrimo Timeo, decía que estos síntomas se
debían a que las mujeres tenían dentro de su cuerpo a un animal vivo y cubierto
de pelo cuyo único deseo era el de concebir hijos. Así, cuando la mujer no
tenía relaciones, este animal se indignaba y le recorría todo el cuerpo,
provocándole a su portadora sofocos y un estado ansioso de nervios.
En griego a ese «animal peludo» se le llamaba «hystera», lo
que traducido a nuestra lengua significa literalmente «útero». Es decir, la
histeria la producía el hystera, es decir el útero, y el útero, a su vez, era
un animal peludo cuyo cabreo por no concebir hijos producía la histeria. Desde
nuestra óptica actual suena a chiste, pero así lo creían de veras. De hecho,
esto no era nuevo, pues ya en el 1.900 a.c., en un papiro egipcio hallado en
Kahoun, se denomina a la histeria como una «perturbación del útero».
Como curiosidad, Hipócrates, famoso por el juramento
hipocrático que todo doctor debe realizar, afirmaba que la mejor manera de
«sofocar» al útero (y por tanto la histeria), era tapar a la mujer la nariz y
la boca con una paño empapado en vinagre, mientras se le introducía en la
vagina el cálamo de una pluma envuelta en un pañuelo perfumado. De ese modo, el
animal que producía esa sensación en las mujeres al moverse por el cuello y el
pecho, huía del olor y volvía a su lugar natural, aliviando el sofoco.
No fue hasta la Edad Media que se descubrió que el útero no
era un animal, sino un órgano sujeto al cuerpo. En cambio, sin romper del todo
con lo anterior, se pensaba que este «vibraba» por el mismo motivo que decía
Platón, y que esto provocaba la histeria. Así, la Iglesia inventó un rezo muy
curioso a fin de hacer que el útero se estuviera quietecito. Este rezo decía
así: «Te conjuro, útero, por nuestro Señor Jesucristo, para que no dañes a esta
doncella sierva de Dios y permanezcas tranquilo en el lugar que él te ha
asignado».
¿Pero y el vibrador? Pues muchos siglos después, en el XIX,
las consultas de los doctores se llenaron de mujeres histéricas. En esa época
se tenía la creencia de que la histeria venía derivada de la descomposición del
semen en el órgano femenino, o bien de la carencia de este por falta de
relaciones sexuales. Una histeria, dicho sea de paso, que la mayoría de las
veces consistía, simplemente, en que el marido deseaba que su mujer fuera mucho
más sumisa. Para conseguir semejante propósito, el doctor de turno les
realizaba lo que se llamaba un «masaje pélvico», que consistía en la
estimulación de las partes pudendas de la señora. Estos masajes producían en
las damas lo que vino a denominarse «paroxismo histérico», consistente en
espasmos, alaridos y, posteriormente, una relajación máxima que ahuyentaba la
histeria. Al menos durante una semanita.
Esto, curiosamente, dada la represión sexual a la que estaba
sometida la sociedad, y al hecho de no haber coito, no se consideraba una
relación sexual. Hay que tener en cuenta que la sexualidad de la época era la
que era, y la mayoría de las mujeres morían sin saber lo que era un orgasmo.
El caso es que, dicho esto, había doctores que tardaban más
de una hora en conseguir que la señora llegara al paroxismo, por lo que
acababan, literalmente, exhaustos.
Así, en 1870, un médico llamado Joseph Mortimer Granville
decidió buscar un instrumento que facilitase la labor. Y con la llegada de la
electricidad, nació el vibrador, el quinto electrodoméstico de la historia en
inventarse, antes incluso que la plancha.
Tanto éxito tuvo que, para evitar las vergonzosas consultas
al médico, todas las damas de alta alcurnia decidieron tener el suyo propio en
su alcoba para darse por sí mismas «paroxismos» a fin de «aliviar su histeria».
Los maridos quedaron muy pero que muy satisfechos, ya que sus
esposas parecían estar siempre relajadas, de buen humor y ser mucho más
obedientes. Hasta que, más pronto que tarde, descubrieron en sus propias carnes
que sus esposas preferían mil veces más a su nuevo electrodoméstico que a
ellos, haciendo realidad (al menos para ellos) la frase de que «fue peor el
remedio que la enfermedad».
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