Todavía estamos saliendo de una pandemia
que ha puesto en jaque al mundo entero, y eso que vivimos en un mundo
globalizado, donde una gran parte tiene acceso a las vacunas y a la sanidad.
Pero imaginaos lo que debió ser algo como esto, pero hace 200 años.
La viruela mató a 60 millones de personas en Europa solo en el S XVIII, y en América, como bien saben mexicanos y peruanos, los autóctonos no tenían defensas ante esta enfermedad, lo que la hizo aún más letal.
Ya se conocían ciertos métodos para combatirla, aunque todos pasaban por superar de algún modo la enfermedad. Desde Turquía nos vino un método llamado variolización, que consistía en hacer una herida a la persona sana y aplicar directamente sobre ella el pus que surgía de las pústulas de la persona enferma. Esto salvó muchas vidas, pero no era sencillo. Si la pústula era reciente, el virus se inoculaba con mucha fuerza, eso sin contar con la posibilidad de contagiar a la persona con otras enfermedades.Un científico inglés llamado Edward
Jenner, trató a una ordeñadora de vacas por unos granos. La muchacha le
advirtió que no se trataba de viruela, ya que había superado la viruela bovina.
Esto hizo que al Doctor Jenner se le encendiera la bombilla: La viruela bovina
inmunizaba, pero no era letal. De modo que tomó pus de la herida de una lechera
enferma y la inoculó en un crío de ocho años. El resultado fue que el chico se
hizo inmune a la viruela y demostró que la viruela bovina también inmunizaba
contra el propio virus de la viruela. Así fue como nació la vacuna, que debe su
nombre precisamente a las vacas.
Y aquí es donde surge una de la mayores
expediciones filantrópicas de la historia de la humanidad, la expedición
Balmis. La vacuna había llegado a España en el 1800, y Francisco Javier Balmis,
médico del rey de España, se sintió entusiasmado. Había trabajado muchos años
en la Nueva España, y había vivido de primera mano los estragos que la viruela
había creado entre la población, por lo que se sintió con la responsabilidad de
hacer algo al respecto. De modo que se presentó ante el rey y le pidió fondos
para su proyecto, la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna. Carlos IV,
quien había perdido a una hija y a un hermano por culpa de esta enfermedad,
aceptó de buen grado sufragar los costes.
Su idea era la de desplazarse desde
España hasta América para vacunar a toda la población, pero había un problema.
Las muestras de la vacuna, en una época en la que no existían refrigeradores,
apenas duraban unos días. No le quedó más remedio que tomar una decisión
drástica: tomó a veintidós niños huérfanos y sanos, que serían adoptados en
América, y los iría vacunando progresivamente durante el viaje de manera que la
muestra llegase viva al otro lado del charco. Eso sí, no podía fallar ni un
eslabón de la cadena, o todo se iría al traste.
Así fue como estos veintidós dos
angelitos (como se les llamó desde entonces) partieron junto con la enfermera
que ejercería de madre de los críos Isabel Zendal Gómez, el propio Balmis y una
decena de médicos y enfermeros desde el puerto de A Coruña hacia el nuevo
mundo. De Tenerife fueron hasta Puerto Rico y de ahí a la actual Venezuela. El
grupo se dividió en dos para cubrir más terreno. Uno, con el cirujano José
Salvany al frente, se dirigió hacia el sur, mientras que Balmis se dedicó a
extender su vacuna por el Caribe. La mayoría de las autoridades locales se
negaron a colaborar, aunque contaron con que muchos mandos intermedios se
mostraron dispuestos, permitiéndoles vacunar a miles de personas en cada puerto
que visitaban.
Fueron viajes duros. La mayoría de los
doctores y enfermeras murieron y sí, por desgracia también murió algún crío. El
propio José Salvany murió en Cochabamba.
Según algunas teorías recientes, al
llegar a América descubrieron que ya algunas personas usaban el método de
vacunación de Edward Jenner, pero existía un auténtico contrabando de vacunas a
precio de oro. Balmis, quien entró en cólera al ver cómo se mercantilizaba con
el sufrimiento humano, creó Juntas Sanitarias y Casas de vacunación Públicas
para asegurarse de que llegasen a todo el mundo y que, además, pudieran
gestionarse de manera autónoma.
Tras esto, organizó otras expediciones
en dirección al norte de Nueva España (California, Nuevo México, Texas y
Arizona), y él puso rumbo hacia Filipinas. De allí viajó a China, aprovechando
que Macao era portuguesa en aquel momento, y así extender aún más la protección
contra la viruela.
Difundida ya su obra a un lado y a otro
del mundo, decidió volver a España, aunque tuvo que pedir un préstamo ya que se
había gastado todo lo que tenía en aquella expedición. Carlos IV lo recibió con
honores, aunque él siempre dijo que los héroes eran los niños y aquella mujer
valiente que había ejercido de madre de todos ellos, la enfermera Isabel
Zendal, quien en 1950 fue reconocida como la primera enfermera de la historia
en misión internacional.
Se calcula que unas 500.000 personas
fueron vacunadas, pero lo más importante fueron las millones que se salvaron
gracias a las creaciones de las Juntas Sanitarias y Casas de vacunación
Públicas que la expedición fue dejando a su paso. Y por desgracia, casi nadie
ha oído hablar de estos veintidós héroes y los médicos y enfermeras que los
acompañaron.
El científico Alexander von Humboldt describió aquel viaje «como el más memorable en los anales de la historia». Sin embargo, el propio Edward Jenner, el descubridor de la vacuna, fue quien dedicó las palabras más emotivas: «No puedo imaginar que en los anales de la historia se encuentre un ejemplo de filantropía más noble y más amplio que este».
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