De entre todos los personajes que
nos ha dejado la historia, los que más suelen llamar nuestra atención son
aquellos a los que el destino solo parecía tenerles reservado el ostracismo y
el olvido, pero que sin embargo, consiguieron destacar y plasmar su impronta
para toda la eternidad.
Tal es el caso de la reina
Zenobia, la mujer que acabó por convertirse en reina de Palmira y cuyo poder
adquirió tal magnitud que se atrevió a hacerle frente a la todopoderosa Roma.
¿Queréis conocer la historia de Zenobia, la Reina Guerrera?
Los
orígenes de Septimia Bathzabbai Zainib son del todo inciertos. Se cree que
nació en el año 240 d.C., aunque no existen registros que lo confirmen. Algunos
dicen que era la hija de un general romano, otros que pertenecía al linaje de
los Ptlomeos (y por tanto, descendía de Cleopatra), y otros incluso la ubican
como la hija de una esclava egipcia con un rico mercader árabe. Lo cierto es
que poco se sabe de ella, salvo que recibió una formación exquisita, lo cual
nos hace pensar que no era precisamente pobre, y que además era inteligente,
valiente y muy, muy obstinada.
Al
parecer la naturaleza también le otorgó un físico envidiable, lo que hizo que
el viudo rey de Palmira, Odenato, la tomase como esposa cuando ella solo
contaba con catorce años de edad. De esta unión nacería un hijo al que
llamarían Vabalato, el primero para Zenobia, pero no así para el rey, quien ya
tenía un heredero fruto del matrimonio anterior.
Cabe
mencionar que, en aquellos entonces, Palmira era una provincia vasalla de Roma.
Su posición era privilegiada al hallarse en la encrucijada entre el Mediterráneo
y Oriente Medio, lo que convertía la ciudad en un punto obligatorio de paso a
las caravanas que transitaban la ruta de la seda. A esto hay que sumarle que,
debido a su proximidad, la ciudad era la primera defensa del imperio contra los
sasánidas, quienes eran un auténtico dolor de cabeza para Roma. No era raro,
por tanto, que los latinos llamasen a Palmira «La Perla del Desierto».
La
cuestión es que, a grandes rasgos, hubo una conspiración en palacio. El rey
Odenato fue asesinado por su propio sobrino quien, ni corto ni perezoso,
asesinó también a su primogénito, el heredero al trono. Esto convirtió de
inmediato a Vabalato, el hijo de Zenobia, en rey de Palmira. El inconveniente
residía en que este apenas era un niño. Pero todo estaba sospechosamente
previsto: su madre, quien había demostrado capacidad de sobra para tomar las
riendas del reino, ostentaría la regencia y el gobierno de la ciudad hasta que
su hijo alcanzase la edad suficiente.
Roma,
para entonces, se encontraba sumida en una crisis sin precedentes. Era el año
268, y el recién nombrado emperador, Claudio II Gótico, se hallaba en una
guerra abierta con godos, galos y un sinfín de tribus germánicas. Las tribus
bárbaras se dedicaban a invadir y saquear Roma hasta los cimientos mientras los
emperadores se sucedían casi de la noche a la mañana, con asesinatos
continuados, conspiraciones y gobernantes de quita y pon que solo hacían añadir
más inestabilidad al imperio.
Al otro
lado del Mediterráneo, Zenobia sabía que los sasánidas aprovecharían esta situación
tarde o temprano para tomar su ciudad, por lo que decidió pasar a la acción. En
medio de todo aquel caos, reunió a sus tropas y, motu proprio, invadió Egipto.
La excusa de poner freno al enemigo fue válida en un principio, pero pronto
reveló sus cartas, y estas no eran otras que las de crear su propio imperio. Al
frente de su ejército, fue conquistando una a una provincias romanas hasta
extender su reinado por gran parte del Medio Oriente. «La Reina Guerrera», como
comenzó a llamársele, resultó no ser solo una cara bonita y un cerebro
despierto; también era una estratega brillante y una gobernadora
inquebrantable.
Durante
un tiempo, Roma permitió estos abusos, dado que a ambos convenía, pero Zenobia
tensó la cuerda más de lo prudente. Acuñó moneda con su rostro y el de su hijo,
hizo que la llamasen eusebes (la
piadosa) o sebaste (emperatriz),
títulos reservados en exclusiva a la esposa del emperador y, lo que más ofendió
(y como suele ser habitual) regateó con los tributos cuando no directamente se
negó a pagarlos.
Para su
desgracia, en ese ir y venir de emperadores, al trono subió uno que no estaba
dispuesto a permitir que Roma siguiese sumido en aquel caos. Su nombre era
Aureliano. El experimentado militar, tras una espectacular campaña en la que
frenó las embestidas bárbaras, puso su punto de mira en Asia menor y se lanzó a
reconquistarla. Una tras otra, las provincias tomadas por Zenobia fueron
volviendo al lado romano. La reina, previendo el ataque, desguarneció Egipto
para proteger Palmira, por lo que el país del Nilo cayó rápidamente.
Las
tropas de Aureliano y de Zenobia se vieron las caras en dos batallas decisivas,
en Inmae y Emesa; batallas que, no sin un gran número de bajas, cayeron del
lado del emperador. La Reina Guerrera se refugió en la ciudad y
Aureliano, harto de guerrear, tomó la decisión más lenta, pero también la más
astuta: cortaría el suministro y la haría morir de hambre. Los silos de Palmira
estaban llenos, por lo que aquel sitio podría durar meses.
No obstante, todo acabaría mucho
antes. En medio de la noche, y sin que nadie supiera cómo habían conseguido
escapar, Zenobia y su hijo Vabalato fueron sorprendidos escapando a lomos de un
camello. La ciudad, abandonada por su reina, se rindió y tanto Zenobia como su
hijo fueron capturados y enviados a Roma.
A partir de este punto, la
historia se bifurca. El relato más benevolente es aquel que nos cuenta que fue
perdonada y que acabó casándose con un senador para fallecer años más tarde, en
paz y junto al resto de sus hijos. Otro nos dice que acabó sus días como
filósofa y que vivió cómodamente en Tívoli tras convencer a Aureliano de que,
si se había revelado, era solo porque los anteriores emperadores no merecían
hacerse llamar romanos. Otra nos cuenta que, antes de llegar a Roma, enfermó y
murió a la altura del Bósforo.
Y la última, quizá la más
legendaria, pero no por ello menos cierta que las anteriores, es que fue
llevada hasta Roma y, una vez allí, fue atada a cadenas de oro, exhibida ante
el populacho como botín de guerra, y obligada a tirar de ellas a lo largo de
todo el vergonzoso desfile de los vencedores.
Aquí acaba su historia. Nada se
sabe de su hijo Vabalato, salvo que la figura de su madre lo eclipsó por
completo. La ciudad de Palmira volvió a rebelarse poco después, solo que en
esta ocasión Roma la destrozó por completo y la borró del mapa de la ruta de la
seda para no recuperarla jamás. Craso error, pues de ese modo, también abrieron
la puerta que los separaba de los consabidos enemigos sasánidas.
La ciudad de Palmira fue
reconstruida y sus restos se conservaron como una de las mayores joyas de la
humanidad. Sin embargo, y para desgracia de cuantos amamos la historia, el Isis
destruyó los restos en el año 2015, dejando apenas nada de lo que fue aquel
reino de la Reina Guerrera, que mucho tuvieron a bien llamar «La Perla del
Desierto».
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