jueves, 11 de enero de 2024

JUANA ¿La Loca?

 

Doña Juana de Trastámara; Juana I de Castilla, Aragón, Valencia, Mallorca, Navarra, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Señora de Vizcaya y Condesa de Barcelona; Juana la católica… podríamos llamarla de muchos modos, pero por desgracia la mayoría de nosotros la conoce por Juana «la loca». ¿Pero estaba realmente loca Doña Juana?

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Empecemos diciendo que lo cierto es que no podemos tener una certeza absoluta, ni de una cosa, ni de la otra. Lo que es innegable es que la historia nos muestra bastantes actos que transmiten una mente lúcida e inteligente, pero no menos atormentada.

Entonces, ¿por qué «la loca»?

Desde pequeña había mostrado un carácter independiente, vehemente y contestatario (no en vano sus padres eran Isabel y Fernando), y eso no era algo bien visto en una dama de la época, menos en una infanta cuya vida estaba predestinada a ser la un mero objeto decorativo. Algunos psicólogos actuales incluso le atribuyen el clásico «síndrome del hermano de en medio», lo cual no hace más que reforzar la idea de que Juana era «la rebelde» de la familia.

Esto también se refleja en su visión de la religión, bastante alejada del prisma ultracatólico de cuantos la rodeaban. Pensaba que ir a misa carecía de sentido y que era absurdo hablar con Dios a través de un sacerdote cuando podía hacerlo por sí misma mediante la oración y desde la intimidad de su alcoba. Actitud esta que mantuvo toda su vida, hasta el punto de que su hijo Carlos la obligaba a asistir a misa incluso mediante el uso de la fuerza.

Pero comencemos por el principio. Doña Juana no estaba predestinada a gobernar. Era la tercera en la línea sucesoria, por lo que por su cabeza nunca pasó la idea de colocarse la corona. Al cumplir los dieciséis, como es bien sabido, la casaron con Felipe I de Austria, conocido como Felipe «el hermoso», apelativo que no demuestra su belleza, sino más bien el peloteo del rey Luis XII de Francia quien al verlo dijo «He aquí un hermoso príncipe».

Doña Juana, una joven soñadora, pero educada con la sobriedad de su madre, viajó hasta Flandes para encontrarse con su marido, del que se enamoró en el acto a pesar de que ni siquiera fuese a recibirla. Aquella corte parecía estar hecha para la diversión: fiestas, trajes, música y jolgorio. Todo lo contrario a la austera Castilla. Se quedó embarazada con relativa rapidez y, a la segunda, vino el niño, el futuro Carlos I. Felipe, cumplido el trámite de engendrar un heredero varón, la aparta y la sume en la peor de las soledades para pasearse por los lechos de cuantas señoritas se le antoja. Y, ya de paso, pone a su disposición una serie de argucias para ponerla en contra de su madre y de su padre. Doña Juana, joven, idealista, enamorada y extranjera en un país que le es hostil, comienza a tener sus primeros ataques de ira y de celos; su marido ya empieza a tildarla públicamente como una chiflada y a llamarla «Juana la terrible».

Pero el destino iba a dar un giro de tuerca. La muerte se llevó a Juan, el heredero a Castilla y Aragón, y posteriormente a su hermana Isabel y al hijo de esta, lo que convertía a Juana en la heredera natural al trono. Y, como a río revuelto, ganancia de pescadores, su marido Felipe se frotó las manos ante la tentación de ostentar todo el poder.

La reina Isabel de Castilla, ya muy enferma, pidió a su hija que estuviese a su lado en esos últimos momentos para que, llegado el día de su fallecimiento, pudiese tomar el poder. En ese tiempo trata de advertirla de Felipe y sus manipulaciones, pero Juana estaba enamorada de Felipe y el amor ciega. Para ella, el bueno era Felipe y nos sus padres, de modo que trata de volver con él, aunque se lo impiden. Es entonces cuando sucede el famoso incidente del Castillo de la Mota, cuando en una de las noches más frías del año, Juana se echó al recinto exterior sin ropa de abrigo y descalza, donde permaneció hasta las dos de la madrugada para exigir que la llevasen de vuelta a Flandes. Juana había descubierto que su voluntad no servía de nada y que, a su vez, todos la manejaban a su antojo, pero si se hacía daño a sí misma a todos se les acabaría el cuento.

Ante tal escándalo y temiendo por su integridad, se le permitió regresar a Flandes. Y es a su vuelta cuando ve con obviedad que su marido solo ansía declararla como chiflada para ser él quien regente el poder. Desde ese momento, Juana dejaría de confiar en Felipe para mostrar una lealtad absoluta a la voluntad de su madre y a su padre Fernando. Pero ahora se encuentra atrapada en Flandes y sin nadie en quien confiar, lo que no hace más que empeorar su estado mental y emocional.

Isabel reafirmó en su testamento que Juana sería la reina, pero se cubrió las espaldas diciendo que en caso de incapacidad para gobernar, sería su padre Fernando de Aragón quien ejercería la regencia y no su marido Felipe. A la muerte de la monarca, como era de esperar, tanto Felipe el hermoso como Fernando el Católico la declararon no apta para el gobierno y comenzaron su lucha de poder para hacerse con las riendas de Castilla.

Pero es a la misteriosa muerte de Felipe el hermoso cuando se sucede uno de esos actos que pasarían a la historia. Aunque ya había recibido sepultura en la Cartuja de Miraflores, su voluntad era ser enterrado en Granada. De modo que, haciendo gala una vez más de su carácter vehemente, Juana tomó el féretro y, vestida de luto, encabezó el cortejo fúnebre para cumplir su última voluntad de trasportarlo hasta la ciudad nazarí. Viajaban de noche entre cánticos, velas e incienso, siempre por caminos pocos transitados y evitando ciudades grandes o concurridas. Aquella suerte de santa compaña duró nada más y nada menos que ocho meses, lo que despertó el miedo de las poblaciones locales y las habladurías de todos. Parecía que este acto evidenciaba la locura de la reina, pero ¿y si en realidad se trataba de una jugada maestra fruto de una mente lúcida?

Historiadores como Alberto Garín o Milagros Rivera, entre otros, se han encargado de abrirnos los ojos quinientos años después. Mientras el cuerpo de Felipe estuviese insepulto, la ley la amparaba y su padre no podía forzarla a aceptar un nuevo matrimonio que perjudicase su situación y la de su hijo Carlos, el heredero, para quien de paso hacía tiempo hasta que tuviese edad de gobernar. De hecho, el propio Enrique VII de Inglaterra (padre de Enrique VIII) se presentó voluntario y arguyó «…aunque su marido y los que venían con ella la hacían loca, yo no la vi sino cuerda».

Fernando, comprendiendo la jugada, la recluyó en Tordesillas precisamente para evitar lo mismo que él intentaba en un principio, que Juana tomase matrimonio y añadiese una nueva carta a aquella compleja partida de naipes.

Pero a la muerte de Fernando, Juana, lejos de alcanzar la libertad, vuelve a ser utilizada por su hijo Carlos, quien siguiendo la misma ruta trazada por su padre y su abuelo, la tilda de loca para asumir el poder. Allí, en Tordesillas, Juana permite que su hijo sea quien ostente la regencia y se recluye a una vida tranquila, serena y silenciosa, a pesar de las continuas disputas con su hijo, quien la obligaba entre otras cosas a ir a misa, a pasear o a comer incluso mediante la fuerza. Pero, eso sí, todo documento u orden debía pasar por su firma, pues por más que su hijo regentase el poder, ella tenía siempre la última palabra. Y es que, aunque Carlos lo intentó con ahínco, las cortes de Castilla jamás la declararon incapaz de gobernar. Juana seguía siendo la reina.

«La imagen de la loca de Tordesillas era conveniente para justificar su apartamiento del poder. La locura de Juana era una táctica para desautorizarla y para justificar las discrepancias que en algunos momentos de su vida aparecían al entrar en conflicto los dos cuerpos que debía de soportar y que en su caso estaban en conflicto. Para Isabel, la locura justificaba las desobediencias de su hija y su escaso interés por el poder político. Para su marido, era la vía necesaria para llegar al gobierno de Castilla. Para Fernando, la locura de su hija le facilitaba el cumplimiento del testamento de Isabel la Católica y su ejercicio del poder en Castilla», escribe Cristina Segura.

Así, como última muestra de su lucidez mental, nos deja su actuación durante la revuelta de los comuneros. Estos no aceptaban a un rey que ni siquiera hablaba el español y cuyo séquito estaba formado en su totalidad por una suerte de avaros cortesanos flamencos que en nada entendían ni les importaba la complejidad de Castilla y Aragón. Juana, quien hizo gala de su inteligencia, forzó a su hijo a escuchar y a obedecer, pero del mismo modo no asumió todas las peticiones de los comuneros, quienes pretendían que apartase a su hijo y tomase ella las riendas del poder. Podríamos decir que su opinión y su voluntad fue firme desde el principio y absolutamente salomónica.

Ya en el S. XIX, Gustav Bergenroth, de los primeros en estudiar la locura de Juana, aseveró que si bien era probable que sufriese depresión o ansiedad producido por las infortunadas circunstancias de su vida, nunca fue una demente y que todo apunta a una estratagema del poder para desautorizarla.

Juana murió a los setenta y seis años, encomendándose a Dios en sus últimas palabras. Es imposible saber si realmente estaba loca o no, aunque parece innegable que la presión la pudiese en muchos momentos y que su estado fuese magnificado para satisfacer las ansias de poder de los demás. Sea como fuere, nuestra visión desde la distancia nos hace plantearnos quién de nosotros no perdería la paciencia, las formas o la cabeza ante una situación similar a la que tocó vivir.

Sirva este artículo como mi pequeño homenaje a Juana I de Castilla, la reina que nunca quiso serlo.

 

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1 comentario:

  1. me ha gustado mucho como esta relatado.gracias porque estas historias me gustan y me interesan.

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