Ser
judío en la Alemania nazi, era como llevar el signo de la muerte marcado en la
frente. Muchos de aquellos judíos corrieron a refugiarse en países vecinos,
pero la sombra del nazismo cubrió media Europa, y con ella su política de
exterminio. Países como la República Checa, Austria, Francia, Holanda, Bélgica
o Hungría, entre otros, acabaron por convertirse en una trampa mortal de la que
ningún judío podía escapar.
Sin embargo, cuanto más aciago parece el destino
y más sombría la esperanza, con más fuerza surgen héroes inesperados. Tal es el
caso de nuestro protagonista de hoy, el olvidado Ángel Sanz Briz, «el ángel de
Budapest».
¿Queréis
conocer su historia? ¡Seguid leyendo!
Para contar su historia debemos desplazarnos hasta la capital de Hungría. El país, prácticamente desde los inicios del conflicto armado, había permanecido al lado de Alemania como un aliado fiable como demostró en la conquista de Yugoslavia. Todo parecía presagiar que la región acabaría por convertirse, a la victoria de los alemanes, en una parte importantísima de lo que Hitler soñó que sería la Nueva Germania. Hasta el momento se las habían ingeniado para mantener su independencia, pero la laxitud con lo que afrontaban el «problema judío», y los contactos iniciados con los aliados cuando Alemania comenzaba a perder la guerra, hizo que los nazis acabaran por tomar las riendas del territorio.
En este contexto aparece nuestro héroe. Ángel
Sanz Briz era embajador de España en Hungría y, a priori, un buen aliado de los
alemanes, ya que España, por aquellos entonces, se encontraba bajo la dictadura
del General Franco e incluso había enviado tropas para fortalecer el frente
alemán. Sin embargo, Ángel no entraba dentro de los encorsetamientos de las etiquetas
y los estereotipos.
El rumor de los campos de exterminio era
demasiado obvio como para ignorarlo, y el propio embajador tuvo que presenciar
cómo los alemanes deportaban a judíos, gitanos, homosexuales o cualquiera que
no entrase dentro de la estrechez de miras de los nazis a campos cercanos como
el de Auschwitz.
Horrorizado,
y buscando un modo de frenar aquel acto inhumano, dio parte de urgencia a
Madrid. España no podía hacer gran cosa al respecto, sin embargo, no pondría
impedimentos si él encontraba el modo de sacarlos del país. Incluso permitiría
la llegada de estos a suelo español, o el trasbordo hacia otra nación. Tanto
Ángel como sus compinches comenzaron a investigar y a desempolvar viejos
documentos que les dieran alguna alternativa. Y he ahí que la providencia hizo
que del oscurantismo saliese a la luz un dictado de 1924 firmado por el
dictador Miguel Primo de Rivera. En él se decía que todo judío sefardí,
descendiente de los judíos expulsados de territorio ibérico entre 1492 y 1498,
tenían pleno derecho a ser reconocido como ciudadano español. Aquello les daba
una oportunidad de oro, pero existía un problema, y era que esa ley llevaba
derogada desde 1930. No obstante, los nazis no tenían por qué saberlo. Al
menos, mientras nadie en España o en la embajada abriese la boca.
Basado en aquella mentira, Ángel, junto a todo
su equipo, buscaron antecedentes españoles, por remotos que fueran, en la
sangre de cualquiera de aquellas personas que iban a ser llevadas a los campos
de exterminio. Y si esa herencia hispánica no existía, se inventaba. Así, y
bajo el amparo de que esas personas eran en realidad judíos sefardíes, y por
tanto españoles, comenzó a arrebatarles de las manos a los alemanes a cuanta
persona pudo y a refugiarla en la propia embajada de España para enviarlos, en
cuanto fuera posible, fuera de las garras nazis.
Las
familias pronto se convirtieron en decenas, y poco después en centenas. La
embajada se quedaba pequeña y no tenía medios para alimentarlos a todos ni para
sufragar los gastos del viaje, así como los sobornos a los oficiales nazis para
que hicieran la vista gorda.
Utilizando su propio dinero y su patrimonio,
gastó hasta la última de sus pesetas en alquilar edificios colindantes a la
embajada en los que poder refugiar a todas las familias.
Pero
había un problema añadido. La embajada solo contaba con doscientos pasaportes
con los que garantizar la documentación de aquellas personas como ciudadanos
españoles. Si bien, la necesidad agudiza el ingenio, y Ángel era un tipo muy
ingenioso. Aquellos pasaportes los transformó en «libros de familia», por lo
que ese documento que a priori solo servía para una persona, acabó por acoger a
familias enteras con tíos, abuelos, primos y todo aquel que pudieran añadir.
Existe una escena suya, desconocemos si del todo
real o marcada por el mito, que escenifica muy bien qué clase de hombre era
Ángel. A lomos de un camión de mercancía, acudió hasta la estación para detener
uno de los trenes que iban hacia Auschwitz y en el que iban a llevarse a una de
sus colaboradoras. Allí la emprendió a gritos, pronunciando su nombre e
impidiendo que subieran a más gente al tren. Al fin la encontró, pero aquella
mujer no iba sola, sino con toda su familia. Encarándose con los soldados
húngaros, y alegando que aquellas personas eran españolas, las subió a su
camión. Sin embargo, su corazón pareció romperse al ver que, de aquellos
cientos, solo iba a poder salvar a unos pocos, por lo que volvió a gritar:
—¡España!
¡Sefarad!
A lo
que otros muchos respondieron:
—¡España!
¡España!
Así, y bajo la atenta mirada de odio de los soldados, subió al camión a cuantas familias pudo hasta que el alto mando militar, harto de su osadía, ordenó salir al tren. El oficial se encaró con él y le dijo:
―¡Ya tiene a sus judíos, así que márchese de
aquí antes de que vuelva a subirlos a los trenes!
A lo
que él respondió:
—Esos judíos son españoles, y no van a moverse del camión.
Poco después, y ante el avance del ejército
soviético, Ángel se vio obligado a marcharse a Suiza. Pero no iba a dejar a
aquellas pobres personas a su suerte, por lo que se encargó personalmente de
que otra persona se hiciera cargo de la embajada y continuase su propósito, que
él mismo apoyaría ahora desde otro país. Así, al mando de aquel entramado se
quedó Giorgio Perlasca, un italiano desilusionado con el fascismo, que ni era
español ni mucho menos embajador.
Se
calcula que Ángel Sanz Britz logró salvar, sin contar a los que no fueron
numerados, a más de cinco mil doscientas personas. Ninguno de sus colaboradores
abrió jamás la boca para delatarle.
Y aunque Ángel, tuvo una carrera diplomática
envidiable por Estados Unidos, el Vaticano o incluso haciéndose cargo de la
primera embajada española en la China comunista, su figura no ha obtenido el
reconocimiento merecido. Al menos en su país de origen. En Israel fue nombrado
justo entre las naciones, y en su honor se plantó un árbol en el Monte del
Recuerdo de Jerusalén. Sin embargo, en España sigue siendo una figura olvidada.
Quizá el hecho de que sirviera como embajador de un país que se hallaba bajo
una dictadura, de que contara con la propia connivencia del régimen franquista
para llevar a cabo su obra humanitaria, o que no haya películas de renombre de
él como La lista de Schindler (a pesar de haber salvado a un número cinco veces
superior al empresario alemán) han hecho que su nombre caiga en un relativo
olvido. No obstante, en países como Hungría o Israel, sigue siendo un hombre
amado y recordado por lo que fue y lo que hizo.
Desde mi ciudad, Cádiz, España, salieron muchos de esos judíos salvados por Ángel. Hoy en día, existe un austero monumento en su honor que podéis ver en el artículo anexo.
Sirvan
estas cortas líneas para rendirle homenaje, descubrir un poco más su figura,
liberarnos de encorsetamientos y sentirnos orgullosos de lo que, en ocasiones,
el ser humano es capaz de hacer por ayudar a otros seres humanos.
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