viernes, 2 de agosto de 2024

OLGA DE KIEV: La reina que inspiró Juego de Tronos

 

Hoy les traigo una historia que bien podría haber salido de la serie Juego de Tronos. No en vano, su protagonista inspiró a su escritor, George R. R. Martin, en especial para crear al personaje de Cersei Lannister.

Esta es la historia de la despiadada Olga de Kiev, una historia de amor, violencia, venganza, vikingos... Y religión.

¿Queréis conocerla? ¡Pues seguid leyendo!

Olga pertenecía a aquella estirpe de varegos vikingos que desde los mares del norte se instalaron en Kiev y crearon aquel reino que acabaría siendo el origen de Ucrania, Rusia y Bielorrusia.

Se cree que nació en alguna fecha indeterminada alrededor del 890 en Pskov y que, cuando apenas tenía 12 años, tal y como mandaban las costumbres culturales de la época, fue prometida a Igor, el gran príncipe de la Rus de Kiev.

Aquel fue, como dictaban los cánones del momento, un matrimonio de conveniencia, pero al contrario de lo que solía ser lo habitual, tanto ella como él cayeron prendidos el uno del otro.

Fruto de ese amor nacería Sviatoslav, quien habría de heredar en el futuro el reino de su padre, tanto Kiev como Nóvgorod.

Los Rus comenzaron a gobernar la zona, genuinamente eslava, después de que estos los ayudasen en su lucha contra la invasión de los jázaros. Sin embargo, el tiempo había pasado y no todos los eslavos veían con buenos ojos a aquellos varegos a los que consideraban invasores.

Las luchas internas eran constantes, así como el desgaste que esto suponía.

Como casi siempre en la guerra, todo era una cuestión de dinero y, por lógica, las revueltas siempre solían darse cuando llegaba la hora crítica de recaudar impuestos y tributos.

Así pues, en el año 945, el Gran Príncipe Igor se vio obligado a desplazarse junto a varios de sus hombres hacia la zona donde habitaban los drevlianos, una tribu eslava sometida a Igor.

El tributo ya había sido pagado en aquel mes, pero las arcas de los Rurikovich, a pesar de haber conseguido sitiar en dos ocasiones Constantinopla, estaban vacías. Aquel impuesto extra, según Igor, atendía a la necesidad, sin embargo los drevlianos lo consideraron una pura extorsión fruto de su avaricia. Dadas las circunstancias, decidieron no solo negarse a pagar el impuesto, sino también a deshacerse de una vez por todas del yugo de los rus.

Así, el príncipe Mal de los drevlianos recibió a Igor como quien recibe a un amigo, pero antes de que este pudiera darse cuenta, varios de sus hombres se le echaron encima y consiguieron desarmarle. Aquello no era una estratagema, no era siquiera una declaración de guerra; era una toma de poder. Y sería sangrienta.

Sus hombres tomaron 2 abedules muy verdes que combaron hasta rozar el suelo. Tomaron a Igor y ataron sus tobillos uno a cada extremo de los árboles. Y a continuación, los liberaron para que volvieran a su posición original.

El cuerpo de Igor quedo descalabrado de primeras. Pero con el paso del tiempo y la fuerza de los troncos, toda la zona de entre sus piernas comenzó a desgarrarse. Tras un tiempo que debió resultar eterno soportando aquel inimaginable dolor, el príncipe falleció. La Rus de Kiev había quedado descabezada y sin un líder. Con lo que no contaban era que quien tomaría las riendas no sería un líder, sino una líder.

En Kiev, al conocer la noticia, se apresuraron a nombrar como Gran Príncipe a Sviatoslav, el hijo de Igor, a pesar de que este apenas contaba con 3 años. Alguien debía ejercer la regencia hasta que tuviese la edad necesaria para gobernar. Todos, al unísono, miraron a su madre.

Olga nunca había sido una reina florero. Tenía carácter, arrojo, valentía y dos cosas indispensables para el lugar y la época: inteligencia y una total y absoluta carencia de compasión.

Olga, sin pestañear, asumió la regencia con plenos poderes y se dispuso a afrontar el primero de los problemas que tenía sobre la mesa, el conflicto con los drevlianos.

Sin embargo, la respuesta se precipitó mucho antes de lo esperado. A la corte acudieron los guardas avisando de que, a través del río, había llegado una comitiva de 20 hombres que solicitaban audiencia con la nueva regente en nombre del príncipe Mal.

El príncipe, henchido de orgullo y ansioso de poder, instaba a Olga a abandonar a toda prisa el duelo por su marido para casarse con él. Esta petición, más que un halago, se trataba en realidad de una amenaza.

Pero no debieron los consejeros del príncipe Mal hacer bien su trabajo, pues de haber sabido qué clase de mujer era Olga, jamás hubiesen contemplado semejante desfachatez. Los hombres de Olga enmudecieron al escuchar la oferta. La tensión fue tan notoria y el silencio tan palpable que podían oírse las gotas de sudor chocar contra el suelo de la sala. Sin embargo Olga mostró la más satisfecha de sus sonrisas.

Halagada, les dijo que estaba en su voluntad aceptar aquel matrimonio y someterse a la merced de su nuevo marido. Sin embargo, una mujer de su posición no podía permitirse el lujo de parecer que tomaba decisiones a la ligera, por lo que solicitó le fueran concedidas unas horas para recapacitarlo debidamente.

Los hombres de Mal, muy ufanos, regresaron a los botes que los habían llevado hasta Kiev. Junto a ellos instalaron un campamento donde aguardarían la decisión de la reina, aunque todos tenían la convicción de que su empresa iba a tener un éxito mayor incluso del que habían imaginado.

A la mañana siguiente, varios soldados de la reina acudieron al campamento con noticias: la reina deseaba volver a verles en audiencia para darles su contestación; una que les haría sentir muy felices y orgullosos. Por este motivo, había ordenado a sus soldados que los llevasen a bordo de sus botes en procesión hasta su morada para poderles dar el recibimiento y los honores que sin duda el nuevo rey merecía.

Aquellos embajadores, sintiéndose muy halagados, subieron a sus botes y fueron llevados en volandas por los soldados mientras el pueblo llano les aplaudía como auténticos libertadores.

Los botes recorrieron la ciudad hasta llegar a las puertas del palacio, donde les esperaba la reina con los brazos abiertos. Pero conforme se fueron acercando, sus rostros palidecieron de puro terror. A los pies de la reina había sido excavado un enorme foso. A medida que se acercaban a ellos el pánico se hacía más y más incontrolable. Quisieron huir, pero ya era demasiado tarde. Los soldados arrojaron los botes al foso entre los vítores del populacho y la sonrisa sádica de la reina. Los fosos fueron cubiertos de nuevo de tierra, quienes conseguían escapar eran apaleados y devueltos al agujero, donde encontrarían la muerte bajo montañas y montañas de arena.

Alguno pensaría que con aquella acción ya se había derramado suficiente sangre, pero para Olga, su venganza no había hecho más que empezar. Antes incluso de enviar a sus emisarios al río, ya había enviado a otro al palacio del príncipe Mal para mostrarle todo su afecto y comunicarle que aceptaba su oferta. Para ello, solo ponía una condición: que sus hombres más sabios y valientes la recogieran para llevarla en cortejo, junto a sus otros veinte hombres, desde Kiev hasta el lecho del que sería su nuevo y amado esposo.

Mal, ansioso y repleto de dicha, consintió los deseos de su prometida y envió a sus mejores hombres. Cuando estos llegaron a Kiev, los cortesanos de Olga les dijeron que estaba deseando recibirles, pero que antes de eso, había dispuesto una casa de baños donde serían agasajados para poder recuperarse de las penalidades del viaje.

Los hombres, cansados del camino, aceptaron de buen grado. Pero conforme entraron en aquella casa de baños, descubrieron que aquello, en realidad, era una pira funeraria. Los soldados de Olga atrancaron las puertas, rociaron de aceite cada resquicio del edificio y le prendieron fuego. El olor a carne quemada recorrió la ciudad y los gritos de los drevlianos resonaron hasta en el rincón más lejano.

Pero aún quedaba más. Siguiendo las costumbres de sus ancestros, solicitó que, de camino allí, se hiciera un enorme banquete en el lugar donde había sido enterrado su esposo. De ese modo, se pondría fin a la tensión reinante entre ellos y se podría empezar desde cero. Mal, pensando que la ocasión lo merecía, en especial cuando iba a convertirse en príncipe de los rus y los eslavos, organizó la mayor fiesta que jamás los tiempos hubieran visto.

Así, la reina por fin se presentó junto a sus doncellas y apenas un puñado de soldados. Allí rindieron homenaje al príncipe Igor y desearon un feliz futuro a los nuevos esposos. Todos bebieron y brindaron en honor a la nueva pareja. Todos, excepto los varegos, las doncellas y la propia Olga, quienes en el momento más álgido de la fiesta, desenvainaron sus cuchillos y le rebanaron los gaznates a cuanta persona encontraron, convirtiendo aquellas nupcias en una auténtica boda roja. Literalmente, la tumba de Igor se regó con la sangre de los más de cinco mil personas que murieron aquella noche.

Sin embargo, aún quedaba algo más que hacer. Debía enviar un mensaje. Un mensaje de terror. Al frente de sus tropas, se dirigió hasta Iskórosten, la ciudad que hacía las veces de capital de los drevlianos y donde se había refugiado Mal. Una vez allí, ordenó que se le pagase el tributo por el que su marido había muerto. Pero ni Mal ni los drevlianos estaban dispuestos a claudicar. Iskórosten estaba fuertemente amurallada y, a juicio del príncipe, podrían resistir cualquier envite.

Olga cargó con todo y sometió a la ciudad a un asedio atroz. Los drevlianos aguantaron estoicamente, pero el tiempo pasaba y aquellos varegos seguían a las puertas de la ciudad. El hambre y las enfermedades comenzaron a hacer mella y, tras resistir un año completo, finalmente cedieron.

Olga, mostrándose compasiva por primera vez desde que comenzara su venganza, hizo saber que el pueblo de los drevlianos ya había sufrido bastante, por lo que el único impuesto que deberían pagar serían tres palomas y tres gorriones por cada casa. Los ciudadanos de Iskórosten, agradecidos, entregaron rápidamente el diezmo a fin de acabar cuanto antes con la guerra. Pero antes de que anocheciera, los pájaros fueron liberados de sus jaulas. En sus patas habían atado tiras de tela cubiertas de azufre a las que habían prendido fuego. Las aves, asustadas, trataron de regresar a sus casas. Miles de pequeños focos de fuego se esparcieron por toda la ciudad, hasta que esta quedó reducida a cenizas. Se dice que todo aquel que consiguió escapar de las llamas fue capturado. Los hombres fueron asesinados, y las mujeres y los niños vendidos como esclavos.

Por fin su venganza se había consumado.

Poco se sabe del final del príncipe Mal. Ciertas crónicas dicen que la propia Olga le cercenó la cabeza y la expuso en el punto más alto de Iskórosten, aunque no podemos saberlo con certeza.

De hecho, todo cuanto hemos contado está basado directamente en las Crónicas de Néstor (850-1110 d.C.), por lo que la fidelidad a los acontecimientos que realmente tuvieron ocasión, es cuanto menos cuestionable.

De lo que sí estamos seguros es de que Olga de Kiev, años después, abrazó el cristianismo y, con el nombre de Yelena, predicó su palabra hasta el punto de que, irónicamente, la Iglesia acabó considerándola santa. Una santa, desde luego, a la que era mejor no hacer enfadar.

 

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