Hoy les traigo una historia que bien
podría haber salido de la serie Juego de Tronos. No en vano, su protagonista
inspiró a su escritor, George R. R. Martin, en especial para crear al personaje
de Cersei Lannister.
Esta es la historia de la despiadada
Olga de Kiev, una historia de amor, violencia, venganza, vikingos... Y
religión.
¿Queréis conocerla? ¡Pues seguid leyendo!
Olga pertenecía a aquella estirpe de
varegos vikingos que desde los mares del norte se instalaron en Kiev y crearon
aquel reino que acabaría siendo el origen de Ucrania, Rusia y Bielorrusia.
Se cree que nació en alguna fecha
indeterminada alrededor del 890 en Pskov y que, cuando apenas tenía 12 años,
tal y como mandaban las costumbres culturales de la época, fue prometida a
Igor, el gran príncipe de la Rus de Kiev.
Aquel fue, como dictaban los cánones del
momento, un matrimonio de conveniencia, pero al contrario de lo que solía ser
lo habitual, tanto ella como él cayeron prendidos el uno del otro.
Fruto de ese amor nacería Sviatoslav,
quien habría de heredar en el futuro el reino de su padre, tanto Kiev como
Nóvgorod.
Los Rus comenzaron a gobernar la zona,
genuinamente eslava, después de que estos los ayudasen en su lucha contra la
invasión de los jázaros. Sin embargo, el tiempo había pasado y no todos los
eslavos veían con buenos ojos a aquellos varegos a los que consideraban
invasores.
Las luchas internas eran constantes, así
como el desgaste que esto suponía.
Como casi siempre en la guerra, todo era
una cuestión de dinero y, por lógica, las revueltas siempre solían darse cuando
llegaba la hora crítica de recaudar impuestos y tributos.
Así pues, en el año 945, el Gran
Príncipe Igor se vio obligado a desplazarse junto a varios de sus hombres hacia
la zona donde habitaban los drevlianos, una tribu eslava sometida a Igor.
El tributo ya había sido pagado en aquel
mes, pero las arcas de los Rurikovich, a pesar de haber conseguido sitiar en
dos ocasiones Constantinopla, estaban vacías. Aquel impuesto extra, según Igor,
atendía a la necesidad, sin embargo los drevlianos lo consideraron una pura
extorsión fruto de su avaricia. Dadas las circunstancias, decidieron no solo
negarse a pagar el impuesto, sino también a deshacerse de una vez por todas del
yugo de los rus.
Así, el príncipe Mal de los drevlianos
recibió a Igor como quien recibe a un amigo, pero antes de que este pudiera
darse cuenta, varios de sus hombres se le echaron encima y consiguieron
desarmarle. Aquello no era una estratagema, no era siquiera una declaración de
guerra; era una toma de poder. Y sería sangrienta.
Sus hombres tomaron 2 abedules muy
verdes que combaron hasta rozar el suelo. Tomaron a Igor y ataron sus tobillos
uno a cada extremo de los árboles. Y a continuación, los liberaron para que
volvieran a su posición original.
El cuerpo de Igor quedo descalabrado de
primeras. Pero con el paso del tiempo y la fuerza de los troncos, toda la zona
de entre sus piernas comenzó a desgarrarse. Tras un tiempo que debió resultar
eterno soportando aquel inimaginable dolor, el príncipe falleció. La Rus de
Kiev había quedado descabezada y sin un líder. Con lo que no contaban era que
quien tomaría las riendas no sería un líder, sino una líder.
En Kiev, al conocer la noticia, se
apresuraron a nombrar como Gran Príncipe a Sviatoslav, el hijo de Igor, a pesar
de que este apenas contaba con 3 años. Alguien debía ejercer la regencia hasta
que tuviese la edad necesaria para gobernar. Todos, al unísono, miraron a su
madre.
Olga nunca había sido una reina florero.
Tenía carácter, arrojo, valentía y dos cosas indispensables para el lugar y la
época: inteligencia y una total y absoluta carencia de compasión.
Olga, sin pestañear, asumió la regencia
con plenos poderes y se dispuso a afrontar el primero de los problemas que
tenía sobre la mesa, el conflicto con los drevlianos.
Sin embargo, la respuesta se precipitó
mucho antes de lo esperado. A la corte acudieron los guardas avisando de que, a
través del río, había llegado una comitiva de 20 hombres que solicitaban
audiencia con la nueva regente en nombre del príncipe Mal.
El príncipe, henchido de orgullo y
ansioso de poder, instaba a Olga a abandonar a toda prisa el duelo por su
marido para casarse con él. Esta petición, más que un halago, se trataba en
realidad de una amenaza.
Pero no debieron los consejeros del
príncipe Mal hacer bien su trabajo, pues de haber sabido qué clase de mujer era
Olga, jamás hubiesen contemplado semejante desfachatez. Los hombres de Olga
enmudecieron al escuchar la oferta. La tensión fue tan notoria y el silencio
tan palpable que podían oírse las gotas de sudor chocar contra el suelo de la
sala. Sin embargo Olga mostró la más satisfecha de sus sonrisas.
Halagada, les dijo que estaba en su
voluntad aceptar aquel matrimonio y someterse a la merced de su nuevo marido.
Sin embargo, una mujer de su posición no podía permitirse el lujo de parecer
que tomaba decisiones a la ligera, por lo que solicitó le fueran concedidas
unas horas para recapacitarlo debidamente.
Los hombres de Mal, muy ufanos,
regresaron a los botes que los habían llevado hasta Kiev. Junto a ellos
instalaron un campamento donde aguardarían la decisión de la reina, aunque
todos tenían la convicción de que su empresa iba a tener un éxito mayor incluso
del que habían imaginado.
A la mañana siguiente, varios soldados
de la reina acudieron al campamento con noticias: la reina deseaba volver a
verles en audiencia para darles su contestación; una que les haría sentir muy
felices y orgullosos. Por este motivo, había ordenado a sus soldados que los
llevasen a bordo de sus botes en procesión hasta su morada para poderles dar el
recibimiento y los honores que sin duda el nuevo rey merecía.
Aquellos embajadores, sintiéndose muy
halagados, subieron a sus botes y fueron llevados en volandas por los soldados
mientras el pueblo llano les aplaudía como auténticos libertadores.
Los botes recorrieron la ciudad hasta
llegar a las puertas del palacio, donde les esperaba la reina con los brazos
abiertos. Pero conforme se fueron acercando, sus rostros palidecieron de puro
terror. A los pies de la reina había sido excavado un enorme foso. A medida que
se acercaban a ellos el pánico se hacía más y más incontrolable. Quisieron
huir, pero ya era demasiado tarde. Los soldados arrojaron los botes al foso
entre los vítores del populacho y la sonrisa sádica de la reina. Los fosos
fueron cubiertos de nuevo de tierra, quienes conseguían escapar eran apaleados
y devueltos al agujero, donde encontrarían la muerte bajo montañas y montañas
de arena.
Alguno pensaría que con aquella acción
ya se había derramado suficiente sangre, pero para Olga, su venganza no había
hecho más que empezar. Antes incluso de enviar a sus emisarios al río, ya había
enviado a otro al palacio del príncipe Mal para mostrarle todo su afecto y
comunicarle que aceptaba su oferta. Para ello, solo ponía una condición: que
sus hombres más sabios y valientes la recogieran para llevarla en cortejo,
junto a sus otros veinte hombres, desde Kiev hasta el lecho del que sería su
nuevo y amado esposo.
Mal, ansioso y repleto de dicha, consintió
los deseos de su prometida y envió a sus mejores hombres. Cuando estos llegaron
a Kiev, los cortesanos de Olga les dijeron que estaba deseando recibirles, pero
que antes de eso, había dispuesto una casa de baños donde serían agasajados
para poder recuperarse de las penalidades del viaje.
Los hombres, cansados del camino,
aceptaron de buen grado. Pero conforme entraron en aquella casa de baños,
descubrieron que aquello, en realidad, era una pira funeraria. Los soldados de
Olga atrancaron las puertas, rociaron de aceite cada resquicio del edificio y
le prendieron fuego. El olor a carne quemada recorrió la ciudad y los gritos de
los drevlianos resonaron hasta en el rincón más lejano.
Pero aún quedaba más. Siguiendo las
costumbres de sus ancestros, solicitó que, de camino allí, se hiciera un enorme
banquete en el lugar donde había sido enterrado su esposo. De ese modo, se
pondría fin a la tensión reinante entre ellos y se podría empezar desde cero. Mal,
pensando que la ocasión lo merecía, en especial cuando iba a convertirse en
príncipe de los rus y los eslavos, organizó la mayor fiesta que jamás los
tiempos hubieran visto.
Así, la reina por fin se presentó junto
a sus doncellas y apenas un puñado de soldados. Allí rindieron homenaje al
príncipe Igor y desearon un feliz futuro a los nuevos esposos. Todos bebieron y
brindaron en honor a la nueva pareja. Todos, excepto los varegos, las doncellas
y la propia Olga, quienes en el momento más álgido de la fiesta, desenvainaron
sus cuchillos y le rebanaron los gaznates a cuanta persona encontraron,
convirtiendo aquellas nupcias en una auténtica boda roja. Literalmente, la
tumba de Igor se regó con la sangre de los más de cinco mil personas que
murieron aquella noche.
Sin embargo, aún quedaba algo más que
hacer. Debía enviar un mensaje. Un mensaje de terror. Al frente de sus tropas,
se dirigió hasta Iskórosten, la ciudad que hacía las veces de capital de los
drevlianos y donde se había refugiado Mal. Una vez allí, ordenó que se le
pagase el tributo por el que su marido había muerto. Pero ni Mal ni los
drevlianos estaban dispuestos a claudicar. Iskórosten estaba fuertemente
amurallada y, a juicio del príncipe, podrían resistir cualquier envite.
Olga cargó con todo y sometió a la
ciudad a un asedio atroz. Los drevlianos aguantaron estoicamente, pero el
tiempo pasaba y aquellos varegos seguían a las puertas de la ciudad. El hambre
y las enfermedades comenzaron a hacer mella y, tras resistir un año completo,
finalmente cedieron.
Olga, mostrándose compasiva por primera
vez desde que comenzara su venganza, hizo saber que el pueblo de los drevlianos
ya había sufrido bastante, por lo que el único impuesto que deberían pagar
serían tres palomas y tres gorriones por cada casa. Los ciudadanos de
Iskórosten, agradecidos, entregaron rápidamente el diezmo a fin de acabar
cuanto antes con la guerra. Pero antes de que anocheciera, los pájaros fueron
liberados de sus jaulas. En sus patas habían atado tiras de tela cubiertas de
azufre a las que habían prendido fuego. Las aves, asustadas, trataron de
regresar a sus casas. Miles de pequeños focos de fuego se esparcieron por toda
la ciudad, hasta que esta quedó reducida a cenizas. Se dice que todo aquel que
consiguió escapar de las llamas fue capturado. Los hombres fueron asesinados, y
las mujeres y los niños vendidos como esclavos.
Por fin su venganza se había consumado.
Poco se sabe del final del príncipe Mal.
Ciertas crónicas dicen que la propia Olga le cercenó la cabeza y la expuso en
el punto más alto de Iskórosten, aunque no podemos saberlo con certeza.
De hecho, todo cuanto hemos contado está
basado directamente en las Crónicas de Néstor (850-1110 d.C.), por lo que la
fidelidad a los acontecimientos que realmente tuvieron ocasión, es cuanto menos
cuestionable.
De lo que sí estamos seguros es de que
Olga de Kiev, años después, abrazó el cristianismo y, con el nombre de Yelena,
predicó su palabra hasta el punto de que, irónicamente, la Iglesia acabó
considerándola santa. Una santa, desde luego, a la que era mejor no hacer
enfadar.
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