Desde el S. XVI cuenta la
leyenda que, cuando un niño se porta mal o bien no le apetece irse a dormir, se
arriesgan a la venida del hombre del saco, quien los raptará en plena noche y
se los llevará para no regresar jamás.
Esta figura universal es
llamada «the bogeyman» por los anglosajones, «croquemitaine» por los
franceses, «el hombre del saco» o «el sacamantecas» en el
mundo hispano, o «uomo nero» por los italianos.
Pero lo que pocos saben
es que en España el hombre del saco fue un monstruo muy real, y que su nombre
era Francisco Leona.
¿Queréis conocer su historia?
En el año 1910, España
aún era un país en el que la superstición, la superchería y la leyenda marcaban
el día a día de sus habitantes. Eran tiempos de duelo en las propias casas, de
catolicismo rancio, de misa de domingo y de estigmas que se arrastraban
generación tras generación.
En el pequeño pueblo de
Gador, una localidad de Almería en la que apenas habitaban ochocientas personas,
vivía junto a su mujer y sus hijos un hombre llamado Francisco Ortega, a quien
todos llamaban «el Moruno». El Moruno, que había sido un hombre fuerte en
su juventud, veía como su vida se consumía a pasos de gigante entre esputos de
sangre. La tuberculosis se había cebado con sus pulmones y por más doctores que
visitaba, ninguno hallaba una solución que le ayudase a sacar el pie y medio
que ya tenía en la tumba.
Su esposa Antonia,
desesperada por ayudar a su marido, buscó aquí y allá con idéntico resultado.
Sin embargo, cierto día, alguien le habló de una curandera llamada Agustina
Rodríguez capaz de llegar allá donde la medicina no podía. Desesperada,
acudió a ella dispuesta a hacer cuanto hiciese falta con tal de salvar a su
amado esposo, pero siguió sin encontrar la cura. Agustina, entonces, decidió
ponerla en manos de otro curandero, un hombre oscuro llamado Francisco Leona.
A cambio de tres mil
reales, Leona le otorgó el secreto para la cura de su esposo, una receta que,
lejos de evocar un milagro divino, parecía elaborada por el mismísimo
Belcebú. Tan solo debía encontrar a un niño inocente y sano. Abrirle el
pecho en canal, beber su sangre, y colocar sus tripas sobre el pecho del
enfermo.
Antonia meditó la
decisión. Pero no era cometer semejante aberración lo que la preocupaba, sino
cómo encontrar a un crío que respondiera a esas características y, en especial,
cómo llevar a cabo el ritual correctamente. Sin embargo, el curandero ya
lo tenía todo pensado. A cambio de tres mil reales, él se encargaría de todo.
Leona, junto a uno de los
hijos de la propia Agustina (Julio, a quien todos llamaban «el Tonto»),
acudieron a Rioja, un municipio cercano. Allí, tras un buen rato al
acecho, encontraron a un niño bañándose en el río con otros dos amigos. Aquel
crío le pareció a Leona perfecto para ejecutar su macabro ritual. Con la
excusa de ir a coger brevas dulces y albaricoques, consiguieron convencer al
muchacho de que les acompañase. Aquel sería su último viaje.
En cuanto se hubieron
alejado lo suficiente, Leona golpeó al crío y lo metió cabeza abajo en un saco,
que arrastró hasta la casa de Agustina. Allí, el pérfido curandero sacó su
afilado cuchillo y, ante la impávida mirada de toda la familia, perpetró
su brutal asesinato. El Moruno bebió la sangre del inocente y, durante el resto
de la noche, durmió con las vísceras del pobre niño desparramadas sobre su
cuerpo desnudo. Aquel crío se llamaba Bernardo González Parra, y tenía solo
siete años.
A la mañana siguiente los
criminales se deshicieron del cadáver, aunque antes, en una última muestra de
barbarie, decidieron aplastarle el cráneo con una piedra hasta dejarlo
irreconocible. Sin embargo, a pesar de todas estas medidas, a Leona le
pudo la avaricia y cometió el error de no pagar al Tonto tal y como habían acordado.
Este, muy molesto, acabó por ir a la Guardia Civil y revelarles que había
encontrado el cadáver de un niño oculto junto a un barranco. Los agentes
tiraron del hilo y apretaron al Tonto hasta que, finalmente, acabó por
confesar.
Los participantes del
atroz crimen (excepto el propio Tonto, quien fue inculpado por demente) fueron
condenados y ejecutados por el garrote vil. Sin embargo, el único que se libró
fue el propio Leona, quien falleció antes de que se pudiera llevar a cabo la
ejecución.
Curiosamente, y volviendo
a la leyenda, en ningún país se sabe qué hace el hombre del saco con los niños
que rapta. En todos, excepto en España, donde el recuerdo de Leona y su infame
ritual siguen muy presentes en la memoria.
Así que, ya saben, pórtense bien, cenen ligero y acuéstense temprano, no sea que el sacamantecas decida hacerles una visita nocturna y mostrarles el interior de su saco.
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