Carlos de Austria era hijo de Felipe II de España, y sobre su cabeza debería haber descansado la corona del mayor imperio de la historia de la humanidad. Sin embargo, un terrible accidente hizo que su personalidad se tornase sádica y violenta, hasta el punto de que su propio padre temía hablar con él en privado. El mayor reino que jamás hubiesen visto los siglos estaba a punto de caer en las manos de un auténtico psicópata.
¿Queréis conocer su historia?
Por las venas del joven Carlos
corría sangre azul de la más alta realeza. Quizá demasiada. Su padre, el rey
Felipe II y su madre, María Manuela de Portugal eran primos por partida doble,
y esto se hacía palpable en Carlos. Era inteligente, culto, sin embargo su
salud era delicada en exceso y no era extraño que el príncipe pasase largas
temporadas en su cama tratando de sobreponerse a la enfermedad. Cuando comenzó
a hablar, además, se le sumó el problema de que era tartamudo. Para su
desgracia, cuando contaba solo con once años se infectó de malaria, lo que le
provocó una malformación en la columna que le provocaba grandes dolores, y que
acabó por convertirse en una joroba. Además, y para colmo de males, esto también
hizo que su crecimiento fuera irregular, lo que hizo que una de sus piernas
quedase más corta que la otra.
Pero lo peor era su comportamiento.
Su madre murió a los cuatro días por complicaciones del parto, y su padre, más
preocupado por los entresijos del reino, decidió que el mejor sitio para que su
hijo creciera era entre sus tías. El joven heredero se convirtió pronto en un
niño consentido y caprichoso que entraba en ira si no conseguía lo que quería.
Y, claro, ¿quién iba a tener las agallas de rechistar al futuro rey? Carlos,
además, tenía un aire siniestro y sádico que asustaba a la corte. Y no era para
menos, porque una de las principales aficiones del futuro monarca era asar
liebres vivas o torturar animales. De hecho, en cierta ocasión mostró un
especial interés en las cuadras reales. Todos sospechaban de sus intenciones,
pero nadie se atrevió a negarle la entrada. El resultado fue que, uno a uno, el
príncipe fue atravesándoles los ojos a los caballos con una daga, y que, a
pesar de las muestras de dolor de los equinos, solo se detuvo cuando fue sorprendido.
El rey ordenó un castigo ejemplar para él, pero, a tenor de lo que estaba por
venir, no fue ni de lejos suficiente.
La cosa fue a más. Con solo once
años ordenó azotar a una criada y se sentó a contemplar el espectáculo solo por
pura diversión. Su padre, harto del carácter de su hijo, y pensando que
necesitaba mano dura, decidió mandarlo con su tío Juan de Austria a la
universidad de Salamanca.
Gracias a Don Juan, su carácter se
serenó y Carlos dedicó toda su energía al estudio y al mecenazgo de artistas,
investigadores, y muchos otros profesionales de diversa índole. Aunque, para
ser honestos, esto solo ocurría cuando su tío estaba cerca, pues a sus
espaldas, Carlos continuaba disfrutando de los mismos sádicos placeres.
De hecho, cuando contaba con
diecisiete años, y sin que sepamos el motivo, intentó agredir a una criada.
Esta huyó por piernas y Carlos decidió perseguirla, pero la endeblez de sus
piernas y le hizo tropezar y que se propinara un tremendo golpe en la cabeza que
lo dejó al borde la muerte. Los médicos pronto llegaron a la conclusión de que
el cerebro se había dañado de tal forma que solo un milagro podría salvarle. A
los pies de su cama colocaron todo tipo de reliquias, como la mismísima momia
de San Diego de Alcalá. Sin embargo, nada parecía surtir efecto. Vesalio,
celebre doctor flamenco y erudito en anatomía, advirtió que existía una manera
de salvar al heredero, pero tremendamente arriesgada. Esta no era otra que
agujereándole el cráneo y trepanándole el cerebro.
Felipe II, el todopoderoso rey,
aceptó la desesperada propuesta a sabiendas de que no había alternativa. Fuera
por las reliquias que colocaron a sus pies, o por la destreza del galeno, aquello
funcionó. Carlos se recuperó de una manera casi milagrosa. Sus capacidades
intelectuales no se habían alterado, de hecho conservaba la inteligencia y la
educación superlativa que le caracterizaba. Sin embargo, pronto descubrirían
que, en su interior, su sed de sangre se había multiplicado.
Carlos ya entraba en una edad
adulta, y comenzó a exigir a su padre un puesto de poder que mostrara su
posición de heredero. Pero el rey, no sin motivos, desconfiaba de él. Esto, a
su vez, enervaba aún más los nervios y el carácter de Carlos, a quien ya no le
importaba perder los estribos delante de quien fuese.
El príncipe ansiaba poder, y
observar que su padre aún era joven y que le quedaban muchos años para ser
coronado solo hacía avivar ese fuego. Harto de esta situación, conspiró contra
su padre con los rebeldes de los Países Bajos. Su intentona, entre otras,
consistía en escapar y unirse a ellos para ser coronado cuanto antes. Pero
todos aquellos intentos, por más elaborados que pareciesen, acababan siendo frustrados
por los hombres de su padre. Desquiciado, se dedicó a pagar su fracaso con todo
aquel que se le cruzase. En cierta ocasión intentó apuñalar a un duque al que
su padre había enviado a Flandes debido a la envidia que le suponía no ser él
quien fuese en su lugar. En otra, cuando pasaba junto a una casa humilde, una
mujer lanzó agua sucia y le salpicó en las ropas. El príncipe ordenó que la
casa ardiera hasta los cimientos.
A esto hay que sumarle su afición de
lanzar por la ventana a todo paje que le molestase para observar desde las
alturas cómo se estrellaba contra el suelo. Su tío Juan, en un desesperado
intento de aplacarlo, acudió a palacio para hablar con él como tantas veces
había hecho. Carlos, que siempre había respetado a su tío y había confiado en
él, le contó un nuevo plan para escapar y, en honor al amor que le profesaba,
suplicó su ayuda. Su tío le pidió unas horas para pensarlo, a lo que Carlos
accedió. Juan comprobó que aquel plan estaba más que avanzado en realidad, y
que no era una nueva locura de su sobrino, por lo que acudió al rey y le
advirtió del ardid.
Cuando Carlos descubrió que su tío,
la persona que más admiraba, le había traicionado, consiguió un arma, le apuntó
directo al corazón, y le disparó. Sin embargo, la fortuna quiso que el arma no
disparase y que Don Juan de Austria sobreviviese a aquel intento de asesinato.
Aun así, Carlos se abalanzó sobre él para matarle con sus propias manos, pero
Don Juan, mucho más ducho en la batalla que él y con mayor fortaleza, lo
inmovilizó de inmediato, frustrando su acometida.
Aquello lo cambió todo para Carlos. El
18 de enero de 1568 el rey Felipe ordenó encerrar a su hijo en sus aposentos y restringirle
todo contacto con el exterior para evitar que tratase de escapar de nuevo. El
príncipe advirtió que se suicidaría en cuanto le quitaran los ojos de encima,
por lo que se vieron también obligados a retirarle cualquier objeto que pudiera
servirle en su empeño. Aun así, el príncipe decidió cumplir su palabra, por lo
que inició una huelga de hambre. Trataron de obligarle a comer, pero las pocas
veces que lo conseguían, se provocaba los vómitos en cuanto se giraban.
Finalmente, desistió, y para quitarse el hambre se dio tal atracón que le causó
una indigestión. Esto le conllevó unas altas fiebres y verse postrado de nuevo
en la cama. Se desconocen si estas fueran las verdaderas causas, pero el hecho
es que Carlos falleció el 24 de julio de ese mismo año.
Los enemigos del rey, en especial
Guillermo de Orange, usaron este hecho como propaganda asegurando que la muerte
del príncipe había sido, en realidad, un asesinato llevado a cabo por su padre
y su tío, quienes hacían gala de la «naturaleza
sangrienta de los españoles».
Felipe II, a quien se le conoce por como «el prudente»,
fue rebautizado por los holandeses como «el demonio del sur»,
azuzando de manera desmedida lo que años después se vino a conocer como «la
leyenda negra española», que sigue muy
viva incluso hoy en día.
Carlos, que debería haber sido rey,
fue reemplazado finalmente por su hermano Felipe III, que si bien no fue un
rey, tuvo la suerte de ver cómo bajo su reinado tenía lugar uno de los
episodios más prósperos de la historia de la hispanidad, lo que vino a llamarse
El Siglo de Oro, y que nos trajo a ilustres como Miguel de Cervantes, Diego
Velázquez, Lope de Vega, Francisco Pacheco, Inca Garcilaso de la Vega,
Francisco de Quevedo o Luis de Góngora. Esta etapa se refleja, a la perfección,
en las novelas de El Capitán Alatriste de Arturo Pérez Reverte.
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Imagen: Alonso Sánchez Coello - Infante Don Carlos de España - Google Art Project.jpg
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