Os expongo la escena. Un papa, sentado en el trono de
San Pedro, ataviado con los más altos ropajes propios de su estatus, y una sala
entera acusándole de traición. Pero ese papa no responde. Y no lo hace porque,
bajo su hábito, solo hay un cuerpo putrefacto que lleva meses muerto.
Pues esta perturbadora escena que bien podría haber salido de una escena de terror ocurrió en realidad. A aquel episodio se le conoce como el Sínodo del Terror. ¿Queréis conocerlo?
Si hoy día en la política se suceden guerras
intestinas, con puñaladas que vuelan en el aire como moscas en un enjambre,
imaginad cómo debió ser en la Alta Edad Media, y si, para colmo, en ese cóctel
metemos al Vaticano.
El protagonista de esta historia es el que fue
conocido como papa Formoso. Este había accedido al papado en el año 891 desde
el obispado de Porto y tras haber realizado una importante labor de
evangelización en la zona de Bulgaria. Los escritos que se conservan de él nos
hablan de un hombre justo, austero y de buen corazón. No obstante, cometió la
osadía (nótese la ironía) de tener criterio propio y, durante las disputas que
se sucedieron para designar al emperador del Sacro Imperio Romano Germánico,
reconocer que se había equivocado al elegir sucesor.
Hablamos de tiempos turbulentos hasta el extremo. Como
prueba, decir que por aquellos entonces, en solo diez años se habían sucedido hasta
once papas. Pero volviendo al papa Formoso, como decíamos, este accedió en el
año 892 a coronar como heredero del imperio a Lamberto de Spoleto, hijo del
emperador del momento.
Tanto Lamberto como su padre eran conocidos por su
codicia y su falta de piedad, por lo que pronto Formoso comprendió que había
cometido un terrible error al dejar el imperio en manos de semejante hombre.
Así las cosas, Formoso acudió en busca de ayuda al
germano Arnulfo de Carintia, en aquellos momentos rey de Francia. A la muerte
del emperador, tal y como estaba previsto, la corona debería haber recaído en
su hijo Lamberto, pero Formoso ya había dispuesto lo contrario. Con el apoyo
del papa, Arnulfo de Carintia lanzó a sus tropas a por el heredero y lo obligó
a salir por piernas.
Contrario a su palabra inicial, Formoso coronó a
Arnulfo como nuevo emperador, lo que obviamente le granjeó la enemistad de
todos los partidarios de Lamberto. Pero, contra todo pronóstico, Arnulfo se vio
afectado de una grave enfermedad y tuvo que regresar a Francia, dejando al papa
solo en Roma y a los pies de los caballos.
Se desconocen los motivos, ni cómo se sucedieron los
hechos, pero el caso es que Formoso falleció de manera violenta en el año 896 a
la edad de ochenta y dos años. Su sucesor no duró demasiado, pero el nuevo papa
tras este, Esteban VI, amigo de todos los enemigos de Formoso y rival directo,
tomó una decisión que pasaría a la historia.
Siguiendo las indicaciones de Lamberto de Spoleto, el
heredero traicionado, exhumó el cadáver del papa para celebrar un juicio en su contra
por traición. Poco le importó que Formoso llevase enterrado nueve meses.
La tumba del papa fue profanada y su cadáver exhumado.
Al igual que una marioneta, el cadáver fue ataviado con el hábito papal y
trasladado hasta una sala, donde se le sentó en un trono en una suerte de teatrillo
grotesco.
El silencio era sepulcral. Los gestos de espanto se
sucedían, los presentes volvían el rostro para no vomitar.
«Un hedor terrible emanaba de los restos cadavéricos.
A pesar de todo ello, se le llevó ante el Tribunal, revestido de sus ornamentos
sagrados, con la mitra papal sobre la cabeza casi esqueletizada donde en las
vacías cuencas pululaban los gusanos destructores, los trabajadores de la
muerte», narran las crónicas de la época.
La pantomima se inició y Formoso fue acusado de varios
crímenes sin fundamento. Se le solicitó que respondiera, pero el cadáver, lejos
de responder, se escurrió de su asiento, por lo que debieron amarrarlo con
cuerdas para que no cayera al suelo.
Para colmo del absurdo, se le asignó a un diácono para
que hablase por él, que se limitó a responder lo que Esteban VI le había
ordenado.
La sentencia no se hizo esperar. Formoso fue declarado
culpable y condenado por corrupción. Se ordenó de inmediato que su nombre fuese
borrado de la historia y que se les retirase sus poderes a todos aquel
sacerdote que hubiese ordenado en vida.
A jalones, y procurándole la mayor humillación
posible, le sacaron los hábitos del cuerpo, se le cortaron los tres dedos con
los que impartía las bendiciones, y se arrojó su cadáver a la misma fosa a la
que se lanzaba a los condenados a muerte. Aun así, esto no les pareció
suficiente, por lo que lo desenterraron de nuevo y arrojaron sus restos al río
Tíber.
Pero como dice el refrán, quien siembra vientos recoge
tempestades, y poco después una turbamulta enfurecida entró en el palacio papal
de Esteban VI en busca de venganza. Al
igual que Formoso, Esteban VI fue desnudado y arrastrado a un calabozo, donde
horas después alguien lo estranguló.
En los meses siguientes que le siguieron se sucedieron
dos nuevos papas más, aunque las muertes violentas hicieron que ninguno de
ellos llegase al año. No obstante, el último de los dos, Teodoro II, tuvo
tiempo de resarcir el daño hecho a la memoria de Formoso, y decretó nulo aquel
absurdo juicio. El nombre fue restituido, y en vez de borrar de la historia el
papado de Formoso, lo que se borró fuese aquel vergonzoso episodio
protagonizado por Esteban VI.
No obstante, el episodio resultó tan aterrador y
difícil de olvidar que acabó por sobrevivir al tiempo y la historia, llegando a
nuestros días como «el Sínodo del Terror».
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Imagen libre de copyright tomada de Wikipedia Commons.
Pintura de Jean Paul Laurens «Le pape Formose et Etienne VI (1870)».
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