Todos conocemos la historia de la espada
Excalibur, y de cómo solo aquel que sea capaz de sacarla de la roca podrá ser
coronado rey. ¿Pero qué me diríais si os dijese que existe una espada tal que
así, pero que esta es muy real?
Se trata de la espada de Galgano, a la
que todos denominan «la verdadera Excalibur».
«Y entonces Galgano, presto a abandonar por siempre su vida disoluta y entregarse a Dios, clavó su espada en la roca para que allí permaneciese por los siglos de los siglos».
Este sería el acto por el que aquel
caballero toscano pasaría a la posteridad, pero ¿cuánto hay de verdad y de
leyenda? Pues, como en toda historia que se remonta a tiempos tan pretéritos,
es difícil saberlo.
De lo poco que sabemos de aquel hombre
en cuestión es que se llamaba Galgano Guidotti, que nació allá por el año 1148
en Chiusdino, una ciudad de la Toscana, y que, al parecer, se trataba de un
caballero de alta alcurnia, siempre presto a meterse en líos, a desenfundar la
espada y a disfrutar de todo tipo de excesos. Sin embargo, cuando apenas
superaba la treintena, y tras fallecer su padre, tuvo un sueño en el que se le
apareció el arcángel san Miguel. En esta visión, el arcángel le recriminaba su
licenciosa vida y le instaba a consagrar el resto de su existencia a Dios.
Galgano tuvo claro desde ese momento que
no podía dejarlo, y se dispuso a cambiar radicalmente su existencia. Dejó su
vida licenciosa a un lado, abandonó sus caros ropajes y vistió un sencillo
hábito para, únicamente, predicar la palabra de Cristo.
Tanto su madre Dionisia como su
prometida Polissena hicieron lo imposible por impedírselo, pero él tenía la
decisión más que tomada. Harto de no poder cumplir con el cometido para el que
pensaba estaba predestinado, montó a lomos de su caballo y se dejó guiar por él
hasta acabar en Montesiepi.
Allí, al igual que en otras leyendas, el
caballo se encabritó y acabó por llevarle de bruces contra el suelo. En medio
de aquella ensoñación inconsciente, el arcángel volvió a aparecérsele, pero en
esta ocasión junto al propio Jesús y el resto de su compañía de doce apóstoles.
Tenían un mensaje claro, aquel era el lugar donde debía levantar una ermita. Al
despertar, contempló la roca sobre la que había caído, y allí, encomendándose a
Dios, desenvainó su espada para elevarla al cielo y la incrustó en la piedra
hasta casi la empuñadura, formando con su guarda una improvisada cruz.
Galgano, tal y como juró, construyó una
pequeña cabaña a modo de ermita sobre aquella roca y pasó el resto de su vida
dedicado únicamente a la oración y lejos de la vida de violencia y pecado que
había llevado hasta entonces.
A su muerte, levantaron una capilla en
el lugar y, según dicen, allí mismo fue enterrado. Unos años después se creó,
no muy lejos, una abadía en su honor, la abadía de San Galgano, que
desgraciadamente hoy está en ruinas.
Clavar la espada fue el único milagro
que se le recuerda a San Galgano, pero no es menos cierto que es un milagro
tangible, pues la espada aún se conserva en el mismo lugar donde la clavó.
Aunque podríamos decir que si sigue allí es, en sentido figurado, gracias a un
milagro, ya que en 1992 un señor (por no decir un *i-m-b-é-c-i-l* del mismo
talante que ese que grabó su nombre en el Coliseo Romano) trató de sacarla y la
acabó rompiendo, por lo que se vieron obligados a restaurarla y a protegerla
desde entonces con una urna de cristal.
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