miércoles, 12 de julio de 2023

TLAHUICIOLE, el mejor guerrero de la América prehispánica

 

Se dice que la historia, por desgracia, está escrita en sangre. No en vano, esa misma sangre derramada, sea propia o ajena, ha convertido en inmortales a grandes guerreros como Aquiles, el Cid, Miyamoto Musashi, Khutulun, Diego García de Paredes o Lucio Sinio Dentato entre otros. Hoy hablaremos de uno de ellos, el guerrero más grande de la América prehispánica, el gran Tlahuicole.

Tlahuicole era de origen otomí. Su región de nacimiento, Tlaxcala, se hallaba rodeada por los cuatro costados por el todopoderoso Imperio Mexica, con quienes mantenían una guerra constante. Durante muchos años, aquella bolsa en la que se había convertido Tlaxcala, había sobrevivido gracias a la fuerza, el empuje y la resistencia de sus valerosos guerreros, pero no es menos cierto que muchas de aquellas guerras también escondían otros motivos: Aquellos tlaxcaltecas eran unos rivales idóneos para sus guerras floridas y/o para los posteriores sacrificios humanos que se llevaban a cabo en honor al dios Huitzilopochtli.

Las guerras floridas o Xochiyáoyotl, consistían en unas guerras pactadas y de carácter religioso que se llevaban a cabo por regla general en épocas de sequía extrema entre distintas ciudades-estado. El objetivo principal era la captura de prisioneros para ser posteriormente sacrificados y el entrenamiento de los guerreros.

Por otro lado, Huitzilopochtli era un dios asociado al sol responsable de la fundación de Tenochtitlan. A la llegada de los españoles, la imposición de la veneración a este dios ya se había extendido por todo el imperio mexica, convirtiéndolo en su principal deidad.

En este contexto es donde nuestro héroe de hoy, Tlahuicole, alcanza la gloria. Su nombre significa «el del asa de barro», debido a que adornaba su cuello precisamente con este objeto, y se cree que nació allá por el año 1497. De él se decía que su estatura y su fuerza eran como la de dos hombres y que su macana (un arma parecida a una maza, pero con afiladísimas cuchillas de obsidiana en los bordes) solo podía ser levantada entre dos personas. Si bien es sabido que el género humano tiende a enaltecer a sus héroes convirtiéndolos en más altos, más fuertes y más guapos, no es menos cierto que Tlahuicole se había ganado una más que merecida fama de invencible en combate. En cada campaña militar en la que participaba para proteger a su pueblo, o bien en cada guerra florida, su nombre era sinónimo de victoria.

Y es que, desde su nacimiento, Tlahuicole había sido preparado no solo para ser un guerrero, sino un comandante invencible y un hombre de honor en cuyos hombros caía la responsabilidad de velar por la libertad de su pueblo, sus tradiciones y sus gentes. Y no fueron pocas las ocasiones en las que Tlahuicole y sus tlaxcaltecas se convirtieron en un auténtico dolor de cabeza para la triple alianza (que fue como se vino a llamar a la alianza entre los señoríos de Tlacopan, Texcoco y Tenochtitlan contra el señorío de Azcapotzalco y que dio lugar al Imperio Mexica).

En cierta ocasión, se cuenta que uno de los fallecidos en estas fratricidas batallas fue el hijo del emperador mexica Moctezuma Xocoyotzin. Esto lo encolerizó de tal modo que decidió enviar a todas sus huestes a destruir Tlaxcala. Corría el año 1504, y parecía que el fin de los tlaxcaltecas había llegado de una vez por todas. Sin embargo, aquellos hombres resistieron el embate y, combatiendo como auténticos demonios, y con Tlahuicole al frente, no solo repelieron el ataque sino que consiguieron una victoria que pasaría a la historia.

Para el año 1515 aquellas guerras floridas habían pasado de ser algo meramente ritual y una forma de entrenamiento, a convertirse en una obsesión. Las sequías, las hambrunas, y los saqueos y escaramuzas a la que eran sometidos los mexicas por los tlaxcaltecas habían hecho que Tlaxcala se convirtiera en objetivo absoluto para su anexión al imperio.

En aquel mismo año, y después de haber sufrido un saqueo por parte de los tlaxcaltecas durante una hambruna, el pueblo de los huexotzincas se alió con la triple alianza a fin de acabar de una vez por todas con Tlaxcala. Aquella iba a ser la mayor de las batallas vistas hasta el momento, una batalla que ya nada tenía que ver con dioses, ni con rituales.

Con Tlahuicole al frente de sus hombres, los tlaxcaltecas mostraron, una vez más, que no iban a retroceder. Mexicas y huexotzincas fueron sufriendo una baja tras otra hasta el punto de que la batalla parecía perdida. Pero el emperador, harto ya de aquella situación, solicitó apoyo a las ciudades de Tezcuco y Tlacopan, que acudieron prestas a socorrer a los suyos. Y, esta vez sí, Tlaxcala se vio obligada a retroceder.

Pero en esta retirada, nuestro héroe sufrió el infortunio de caer en un lodazal. Atrapado, y a sabiendas de que su suerte estaba echada, ordenó a sus hombres que se marchasen y se quedó allí, solo, en el silencio de aquel pantano, y con la única compañía de su macana.

Los mexicas no tardaron en encontrarlo. Allí, y reconociendo el asa de barro de su cuello, lo rodeó todo un contingente y lo atacó sin descanso hasta que lograron capturarlo.

Exhibido como un trofeo, fue encarcelado en una jaula de madera y transportado a Tenochtitlan. Malherido y cansado, lo sacaron de la jaula y lo lanzaron al suelo. Cuando Tlahuicole levantó la mirada, encontró los pies de un hombre. Quien le miraba con severidad desde las alturas no era otro que Moctezuma, el emperador mexica. Sin embargo, y lejos de lo que cabía esperar, el emperador mostró respeto por tan noble guerrero e incluso le rindió honores.

En contra de la opinión de sus consejeros, ofreció a Tlahuicole la posibilidad de convertirse en su capitán y ponerle al frente de sus ejércitos, oferta que el otomí rechazó.

Sorprendido, y con la esperanza de que recapacitase, lo mantuvo como prisionero y lo agasajó con todo tipo de viandas y mujeres, pero Tlahuicole las rechazó todas. No solo no tenía intención de luchar para su enemigo, sino que de ningún modo iba a otorgarle vástagos de su propia estirpe para que los convirtiera en guerreros y los lanzase contra Tlaxcala. Moctezuma, agraviado ante su rechazo, ordenó un castigo al nivel de semejante ofensa: Tlahuicole fue castrado.

Tras esta severa tortura, el emperador solicitó nuevamente a nuestro héroe que luchase a favor de los mexicas contra los purépechas. En esta ocasión, Tlahuicole aceptó.

El tlaxcalteca se puso al frente de las huestes del emperador y acudió a la batalla. Se dice que nuestro guerrero buscó la muerte sin descanso y morir con la poca honra que le quedaba, pero sin embargo, su pericia en combate hizo que la esquivara enfrentamiento tras enfrentamiento y que regresase a Tenochtitlan con un enorme botín de guerra.

Sorprendido ante las noticias de sus propios capitanes de que Tlahuicole había sido el más destacado de todos los guerreros, Moctezuma le ofreció la posibilidad de seguir luchando para él, o bien ser libre para regresar a su pueblo. Pero, al contrario de lo que cabía esperar, el otomí rechazó ambas opciones. Para él, regresar a su pueblo tras haber sido capturado, humillado, y haber prestado servicio para el enemigo era la mayor deshonra que podía portar un guerrero.

De modo que, con el semblante sereno, pero cansado ya de todo aquello, solicitó que le dieran muerte en un combate ritual a fin de reunirse con sus dioses. Moctezuma intentó hacerle entrar en razón, pero era inútil. Finalmente, aceptó.

Aquel tipo de combate, con sus propias normas, se llamaba Tlacaxipehualiztli, o sacrificio de «rayamiento» o «gladiatorio», y se realizaba durante veinte días en honor al dios desollado Xipe Totéc.

Así, Tlahuicole fue atado por el tobillo a una gran piedra cilíndrica, la temalacatl, sobre la cual se desarrollaría el combate. Se le ofreció un macuahuitl, una suerte de garrote adornado con plumas, con el que haría frente a los enemigos que, uno tras otro, se enfrentarían a él hasta darle muerte.

Estos, en cambio, portarían una afilada macana para procurarle una muerte rápida.

Tras ocho días de agasajo, en el que según algunas fuentes incluso se permitió a la esposa de Tlahuicole que lo visitase, el guerrero acudió a enfrentarse a su destino. Armado con su simple garrote, lo levantó en alto y aguardó al primer enfrentamiento. Un guerrero águila corrió hacia él, pero antes de poder siquiera lanzar su ataque, Tlahuicole lo abatió de un solo golpe. Un guerrero ocelote ocupó su lugar, si bien sufrió la misma suerte que su antecesor.

Uno tras otro fueron cayendo a manos del tlaxcalteca, pero el cansancio y las heridas fueron haciendo mella. En total, veinte guerreros habían sido abatidos, habiendo matado en el acto a ocho de ellos. Sin embargo, el número veintiuno le asestó un golpe mortal que hizo que, por primera vez, Tlahuicole hincase la rodilla.

Todavía con vida, el otomí fue tumbado y agarrado por brazos y piernas. Un sacerdote armado con un cuchillo de obsidiana lo clavó en su pecho y le extrajo el corazón. Todavía palpitando, lo elevó a los cielos en honor a sus dioses. Nuestro héroe había muerto con el honor intacto y tal y como siempre vivió, peleando.

Si la historia de Tlahuicole ha llegado hasta nuestros días, es gracias a historiadores españoles como Diego Muñoz Camargo, Hernando Alvarado Tezozomoc, sobrino nieto de Moctezuma, y Diego Durán, un fraile español.

En ellas las historias difieren en su final, ya que en otras aseguran que lo que ocurrió en realidad fue que Tlahuicole, lleno de melancolía, lloró amargamente por su tierra y su familia al ser capturado. Las lágrimas eran señal de mal augurio, por lo que Moctezuma, tachándole de cobarde, rehusó su sacrificio y le concedió la libertad. Tlahuicole, deshonrado por su captura, y a sabiendas de que ya no podía regresar a su tierra, subió hasta el último escalón de la pirámide mayor, y desde allí se arrojó para poner fin a su vida.

Obviamente, ambos finales pueden estar sesgados dependiendo de quién lo cuente. Para los mexicas, Tlahuicole era un ser despreciable, enano y cobarde, mientras que para los tlaxcaltecas, era todo lo contrario.

Los españoles, en ese sentido, fueron los máximos responsables de hacer que su leyenda no se perdiese y de que, en cierto modo, fuese contada como la historia de un héroe a quien se debía admirar, ya que los tlaxcaltecas, tras toda una vida luchando por su libertad contra los aztecas, fueron los mayores aliados de los hispanos en la conquista del imperio mexica.

Hoy en día, Tlahuicole sigue siendo una figura controvertida, pero de lo que no cabe duda es que nos hallamos ante uno de los mejores guerreros de la historia. Allá en 1853, el escultor español Manuel Vilar realizó una escultura en su honor. En ella se idealiza su imagen a la manera clásica, con rasgos y fisionomía hercúlea como alegoría de sus valores como guerrero. De ella se realizaron varias copias en bronce, colocándose una de ellas en la propia Tlaxcala.

Del mismo modo, el muralista tlaxcalteca, Desiderio Xochitiotzin lo inmortalizó en sus obras, que hoy podemos ver en el Palacio de Gobierno de Tlaxcala.

Sirvan estas líneas, realizadas desde el cariño y el respeto más profundo, como mi sincero homenaje a este héroe, y en especial a México y al estado de Tlaxcala, al que tanto y tanto debemos quienes amamos la Hispanidad.

 

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