Se dice que la historia, por desgracia, está escrita en sangre. No en vano, esa misma sangre derramada, sea propia o ajena, ha convertido en inmortales a grandes guerreros como Aquiles, el Cid, Miyamoto Musashi, Khutulun, Diego García de Paredes o Lucio Sinio Dentato entre otros. Hoy hablaremos de uno de ellos, el guerrero más grande de la América prehispánica, el gran Tlahuicole.
Tlahuicole era de origen otomí. Su
región de nacimiento, Tlaxcala, se hallaba rodeada por los cuatro costados por
el todopoderoso Imperio Mexica, con quienes mantenían una guerra constante.
Durante muchos años, aquella bolsa en la que se había convertido Tlaxcala,
había sobrevivido gracias a la fuerza, el empuje y la resistencia de sus
valerosos guerreros, pero no es menos cierto que muchas de aquellas guerras
también escondían otros motivos: Aquellos tlaxcaltecas eran unos rivales idóneos
para sus guerras floridas y/o para los posteriores sacrificios humanos que se
llevaban a cabo en honor al dios Huitzilopochtli.
Las guerras floridas o Xochiyáoyotl, consistían en unas guerras
pactadas y de carácter religioso que se llevaban a cabo por regla general en
épocas de sequía extrema entre distintas ciudades-estado. El objetivo principal
era la captura de prisioneros para ser posteriormente sacrificados y el
entrenamiento de los guerreros.
Por otro lado, Huitzilopochtli era un
dios asociado al sol responsable de la fundación de Tenochtitlan. A la llegada
de los españoles, la imposición de la veneración a este dios ya se había
extendido por todo el imperio mexica, convirtiéndolo en su principal deidad.
En este contexto es donde nuestro
héroe de hoy, Tlahuicole, alcanza la gloria. Su nombre significa «el
del asa de barro», debido a que adornaba su cuello
precisamente con este objeto, y se cree que nació allá por el año 1497. De él se
decía que su estatura y su fuerza eran como la de dos hombres y que su macana
(un arma parecida a una maza, pero con afiladísimas cuchillas de obsidiana en
los bordes) solo podía ser levantada entre dos personas. Si bien es sabido que
el género humano tiende a enaltecer a sus héroes convirtiéndolos en más altos,
más fuertes y más guapos, no es menos cierto que Tlahuicole se había ganado una
más que merecida fama de invencible en combate. En cada campaña militar en la
que participaba para proteger a su pueblo, o bien en cada guerra florida, su
nombre era sinónimo de victoria.
Y es que, desde su nacimiento,
Tlahuicole había sido preparado no solo para ser un guerrero, sino un
comandante invencible y un hombre de honor en cuyos hombros caía la
responsabilidad de velar por la libertad de su pueblo, sus tradiciones y sus
gentes. Y no fueron pocas las ocasiones en las que Tlahuicole y sus
tlaxcaltecas se convirtieron en un auténtico dolor de cabeza para la triple
alianza (que fue como se vino a llamar a la alianza entre los señoríos de
Tlacopan, Texcoco y Tenochtitlan contra el señorío de Azcapotzalco y que dio
lugar al Imperio Mexica).
En cierta ocasión, se cuenta que uno
de los fallecidos en estas fratricidas batallas fue el hijo del emperador
mexica Moctezuma Xocoyotzin. Esto lo encolerizó de tal modo que decidió enviar a todas sus
huestes a destruir Tlaxcala. Corría el año 1504, y parecía que el fin de los
tlaxcaltecas había llegado de una vez por todas. Sin embargo, aquellos hombres
resistieron el embate y, combatiendo como auténticos demonios, y con Tlahuicole
al frente, no solo repelieron el ataque sino que consiguieron una victoria que
pasaría a la historia.
Para el año 1515 aquellas guerras
floridas habían pasado de ser algo meramente ritual y una forma de entrenamiento,
a convertirse en una obsesión. Las sequías, las hambrunas, y los saqueos y
escaramuzas a la que eran sometidos los mexicas por los tlaxcaltecas habían
hecho que Tlaxcala se convirtiera en objetivo absoluto para su anexión al
imperio.
En aquel mismo año, y después de
haber sufrido un saqueo por parte de los tlaxcaltecas durante una hambruna, el
pueblo de los huexotzincas se alió con la triple alianza a fin de acabar de una
vez por todas con Tlaxcala. Aquella iba a ser la mayor de las batallas vistas
hasta el momento, una batalla que ya nada tenía que ver con dioses, ni con
rituales.
Con Tlahuicole al frente de sus
hombres, los tlaxcaltecas mostraron, una vez más, que no iban a retroceder.
Mexicas y huexotzincas fueron sufriendo una baja tras otra hasta el punto de
que la batalla parecía perdida. Pero el emperador, harto ya de aquella
situación, solicitó apoyo a las ciudades de Tezcuco y Tlacopan, que acudieron
prestas a socorrer a los suyos. Y, esta vez sí, Tlaxcala se vio obligada a
retroceder.
Pero en esta retirada, nuestro héroe
sufrió el infortunio de caer en un lodazal. Atrapado, y a sabiendas de que su
suerte estaba echada, ordenó a sus hombres que se marchasen y se quedó allí,
solo, en el silencio de aquel pantano, y con la única compañía de su macana.
Los mexicas no tardaron en
encontrarlo. Allí, y reconociendo el asa de barro de su cuello, lo rodeó todo
un contingente y lo atacó sin descanso hasta que lograron capturarlo.
Exhibido como un trofeo, fue
encarcelado en una jaula de madera y transportado a Tenochtitlan. Malherido y
cansado, lo sacaron de la jaula y lo lanzaron al suelo. Cuando Tlahuicole
levantó la mirada, encontró los pies de un hombre. Quien le miraba con
severidad desde las alturas no era otro que Moctezuma, el emperador mexica. Sin
embargo, y lejos de lo que cabía esperar, el emperador mostró respeto por tan
noble guerrero e incluso le rindió honores.
En contra de la opinión de sus
consejeros, ofreció a Tlahuicole la posibilidad de convertirse en su capitán y
ponerle al frente de sus ejércitos, oferta que el otomí rechazó.
Sorprendido, y con la esperanza de
que recapacitase, lo mantuvo como prisionero y lo agasajó con todo tipo de
viandas y mujeres, pero Tlahuicole las rechazó todas. No solo no tenía
intención de luchar para su enemigo, sino que de ningún modo iba a otorgarle
vástagos de su propia estirpe para que los convirtiera en guerreros y los
lanzase contra Tlaxcala. Moctezuma, agraviado ante su rechazo, ordenó un
castigo al nivel de semejante ofensa: Tlahuicole fue castrado.
Tras esta severa tortura, el
emperador solicitó nuevamente a nuestro héroe que luchase a favor de los
mexicas contra los purépechas. En esta ocasión, Tlahuicole aceptó.
El tlaxcalteca se puso al frente de
las huestes del emperador y acudió a la batalla. Se dice que nuestro guerrero
buscó la muerte sin descanso y morir con la poca honra que le quedaba, pero sin
embargo, su pericia en combate hizo que la esquivara enfrentamiento tras
enfrentamiento y que regresase a Tenochtitlan con un enorme botín de guerra.
Sorprendido ante las noticias de sus
propios capitanes de que Tlahuicole había sido el más destacado de todos los
guerreros, Moctezuma le ofreció la posibilidad de seguir luchando para él, o
bien ser libre para regresar a su pueblo. Pero, al contrario de lo que cabía
esperar, el otomí rechazó ambas opciones. Para él, regresar a su pueblo tras
haber sido capturado, humillado, y haber prestado servicio para el enemigo era
la mayor deshonra que podía portar un guerrero.
De modo que, con el semblante
sereno, pero cansado ya de todo aquello, solicitó que le dieran muerte en un
combate ritual a fin de reunirse con sus dioses. Moctezuma intentó hacerle
entrar en razón, pero era inútil. Finalmente, aceptó.
Aquel tipo de combate, con sus
propias normas, se llamaba Tlacaxipehualiztli,
o sacrificio de «rayamiento» o «gladiatorio», y se realizaba durante veinte
días en honor al dios desollado Xipe Totéc.
Así, Tlahuicole fue atado por el
tobillo a una gran piedra cilíndrica, la temalacatl,
sobre la cual se desarrollaría el combate. Se le ofreció un macuahuitl, una suerte de garrote
adornado con plumas, con el que haría frente a los enemigos que, uno tras otro,
se enfrentarían a él hasta darle muerte.
Estos, en cambio, portarían una
afilada macana para procurarle una muerte rápida.
Tras ocho días de agasajo, en el que
según algunas fuentes incluso se permitió a la esposa de Tlahuicole que lo
visitase, el guerrero acudió a enfrentarse a su destino. Armado con su simple
garrote, lo levantó en alto y aguardó al primer enfrentamiento. Un guerrero
águila corrió hacia él, pero antes de poder siquiera lanzar su ataque,
Tlahuicole lo abatió de un solo golpe. Un guerrero ocelote ocupó su lugar, si
bien sufrió la misma suerte que su antecesor.
Uno tras otro fueron cayendo a manos
del tlaxcalteca, pero el cansancio y las heridas fueron haciendo mella. En
total, veinte guerreros habían sido abatidos, habiendo matado en el acto a ocho
de ellos. Sin embargo, el número veintiuno le asestó un golpe mortal que hizo
que, por primera vez, Tlahuicole hincase la rodilla.
Todavía con vida, el otomí fue
tumbado y agarrado por brazos y piernas. Un sacerdote armado con un cuchillo de
obsidiana lo clavó en su pecho y le extrajo el corazón. Todavía palpitando, lo
elevó a los cielos en honor a sus dioses. Nuestro héroe había muerto con el
honor intacto y tal y como siempre vivió, peleando.
Si la historia de Tlahuicole ha
llegado hasta nuestros días, es gracias a historiadores españoles como Diego
Muñoz Camargo, Hernando Alvarado Tezozomoc, sobrino nieto de Moctezuma, y Diego
Durán, un fraile español.
En ellas las historias difieren en
su final, ya que en otras aseguran que lo que ocurrió en realidad fue que
Tlahuicole, lleno de melancolía, lloró amargamente por su tierra y su familia
al ser capturado. Las lágrimas eran señal de mal augurio, por lo que Moctezuma,
tachándole de cobarde, rehusó su sacrificio y le concedió la libertad.
Tlahuicole, deshonrado por su captura, y a sabiendas de que ya no podía
regresar a su tierra, subió hasta el último escalón de la pirámide mayor, y
desde allí se arrojó para poner fin a su vida.
Obviamente, ambos finales pueden
estar sesgados dependiendo de quién lo cuente. Para los mexicas, Tlahuicole era
un ser despreciable, enano y cobarde, mientras que para los tlaxcaltecas, era
todo lo contrario.
Los españoles, en ese sentido,
fueron los máximos responsables de hacer que su leyenda no se perdiese y de
que, en cierto modo, fuese contada como la historia de un héroe a quien se
debía admirar, ya que los tlaxcaltecas, tras toda una vida luchando por su
libertad contra los aztecas, fueron los mayores aliados de los hispanos en la
conquista del imperio mexica.
Hoy en día, Tlahuicole sigue siendo
una figura controvertida, pero de lo que no cabe duda es que nos hallamos ante
uno de los mejores guerreros de la historia. Allá en 1853, el escultor español
Manuel Vilar realizó una escultura en su honor. En ella se idealiza su imagen a
la manera clásica, con rasgos y fisionomía hercúlea como alegoría de sus
valores como guerrero. De ella se realizaron varias copias en bronce,
colocándose una de ellas en la propia Tlaxcala.
Del mismo modo, el muralista
tlaxcalteca, Desiderio Xochitiotzin lo inmortalizó en sus obras, que hoy
podemos ver en el Palacio de Gobierno de Tlaxcala.
Sirvan estas líneas, realizadas
desde el cariño y el respeto más profundo, como mi sincero homenaje a este
héroe, y en especial a México y al estado de Tlaxcala, al que tanto y tanto debemos
quienes amamos la Hispanidad.
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