«Cualquier tecnología lo
suficientemente avanzada es indistinguible de la magia». O eso al menos decía
Arthur C. Clarke.
Imaginad por un momento que, de
repente, aparecen unos objetos voladores del todo imposibles sobre vuestras
cabezas; que de ellos bajan unos hombres extrañísimos con un color de piel que
jamás habíais visto, portando ropajes como salidos de otro mundo. Utilizan
objetos que consiguen cosas que ni siquiera podríais soñar, y con solo levantar
las manos, del cielo caen unas singulares cajas con comida y todo tipo de
riquezas. ¿Acabarían convirtiéndose en nuestros dioses? Pues eso exactamente
fue lo que ocurrió en la Melanesia.
Si queréis conocer esta historia, seguid leyendo.
Eran los años 40 del siglo pasado y
los hombres y mujeres de aquellas remotas islas del Pacífico jamás habían
contactado con nadie. Un día cualquiera, el cielo comenzó a rugir de un modo
espantoso y, sobre el firmamento, comenzaron a deambular pájaros brillantes tan
grandes como diez hombres. Poco después, estas aves se posaron sobre el suelo y
de ellos bajaron unos hombres extraños vestidos con ropajes verdes… era la
Segunda Guerra Mundial y había estallado la Guerra del Pacífico.
Los aborígenes de aquellas islas
jamás habían visto personas así y mucho menos semejante tecnología. En los
pájaros llevaban unos «cofres» que a veces eran incluso lanzados desde el cielo
en los que podía leerse «cargo». En su interior guardaban ropajes, objetos impensables
y, sobre todo, comida, mucha de la cual ellos no habían probado o necesitaban de
un gran esfuerzo para conseguirla (como la fruta).
Esas riquezas eran compartidas con
ellos por esos hombres de ropajes verdes, quienes también les enseñaban adelantos
para mejorar sus vidas. ¡De hecho, incluso algunos de ellos tenían su mismo
color de piel! Pero acabó la Segunda Guerra Mundial, los dioses se marcharon en
sus pájaros y con ellos las cajas «cargo» con todo aquello que les hacía la
vida tan fácil en aquel remoto lugar.
Los aborígenes, copiando los
rituales que habían observado de ellos, se pintaron el cuerpo del color
de sus uniformes e incluso se pusieron en el pecho la palabra «USA». Crearon
fusiles con cañas e hicieron réplicas de aviones y de torres de control.
Montada toda la parafernalia, se crearon rituales que consistían en, nada más y
nada menos, que desfiles militares y «aterrizajes» de aquellos pájaros en los
que montaban.
A día de hoy, estos «cultos cargo» se siguen practicando en algunas islas de la Melanesia, donde aún esperan la vuelta de sus dioses. Un caso especialmente curioso es el culto al mesías John Frum, a quien cada 15 de febrero se le rinde culto en una de las islas de Tanna, del archipiélago de Vanuatu. No se sabe si John Frum existió realmente, aunque existen sospechas fundadas de que en realidad se tratase de un tal «John from America». De hecho, se cree que en realidad se trataba de un americano de religión judía, pues decía tener tres hijos llamados Isaac, Jacob y Lastuán. O lo que es lo mismo, «the last one», el último de los tres.
Sea como sea, lo cultos cargo son
una joya para los estudiosos de la antropología por sus características y,
sobre todo, por la poca distancia en el tiempo en el que se produjeron. Aunque
algunos más atrevidos se plantean la siguiente pregunta: ¿Y si en un pasado
remoto fuimos visitados por seres provenientes de un lugar lejano y, al igual
que en la Melanesia, acabaron convirtiéndose en los dioses a los que hoy en día
seguimos rindiendo culto?
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