Decía Jean Paul Sartre que una
batalla perdida, es una batalla que uno cree que se ha perdido. Una frase que
bien podría haber pronunciado nuestra protagonista de hoy, cuya resistencia y
valentía hizo que pasase a la historia como María Pacheco «la Leona de
Castilla».
El S. XVI fue el del inicio del Imperio Español. El rey Carlos I, quien solo era un crío, gobernaba toda la España del momento, además de una vasta extensión de las Américas (eso sí, a expensas de su madre Juana de Trastámara, que seguía viva, aunque ciertamente impedida).
El problema radicaba en que, para los nobles españoles del momento, la propia España tenía un papel muy secundario para Carlos. El rey había nacido en Flandes y se había criado allí, por lo que sus maneras, su educación, y su ambición no iban encaminadas a mejorar la situación de sus súbditos hispanos, sino a convertirse en el emperador de las tierras de lo que se vino a llamar el Imperio romano-germánico. El rey, que ni siquiera hablaba bien el español, se trajo a Castilla a toda su cohorte de aduladores flamencos, a quienes colocó en posiciones estratégicas y, mientras tanto, se dedicó a freír a impuestos a Castilla y Aragón.Los nobles españoles tuvieron que
soportar cómo aquellos flamencos petulantes se enriquecían a costa de ellos y
los miraban por encima del hombro, mientras su propio pueblo pasaba penalidades.
El ambiente se turbó del todo cuando el rey decidió nombrar arzobispo de Toledo
a un tal Guillermo de Croy, extranjero de tan solo 20 años. Esto, además,
contravenía una de las leyes dictadas por Isabel I de Castilla, quien había
ordenado que no se permitiera nombrar arzobispos a personas extranjeras. Ante
esta perspectiva, ni corto ni perezoso, Carlos I ordenó que se le otorgara la
nacionalidad española, y problema resuelto. Que aquello fue un caso flagrante
de nepotismo lo evidencia el hecho de que Guillermo de Croy jamás pisase
Toledo. Al altivo rey, arrojando más leña al fuego, no se le ocurrió otra cosa
que pedir más dinero a los nobles para sufragar los gastos de su próximo viaje
a Alemania. Hartos de imperio y de reyes despóticos, en abril de 1520 la ciudad
de Toledo se alzó contra el rey. Otras muchas, como un canto a la libertad, siguieron
su ejemplo y se unieron bajo un mismo estandarte con el que plantar cara a los
flamencos. La guerra de las Comunidades de Castilla había estallado.
Y es en este contexto donde nos
encontramos con María Pacheco. Por sus venas corría sangre noble castellana
desde tiempos inmemoriales. De hecho, María vino a ver la luz en la propia
Alhambra de Granada en 1497, lo que ya nos da una idea de su status. Desde pequeña
mostró ser una mujer fuera de lo común: hablaba varios idiomas, era culta,
amante de las artes, y el hecho de haberse criado entre hombres de armas había
hecho que su carácter se forjase con la dureza del acero. Cuando su padre la
prometió con un hidalgo español a la tierna edad de quince años, se cuenta que
María se enfadó muchísimo, hasta el punto de enfrentarse a él (algo insólito
para la época), ya que consideraba que era ella, y no otra persona, quien debía
elegir con quién compartir su lecho. Además, aquel hombre era de un linaje
inferior a ella, lo que para la mentalidad de la época, era un desprestigio.
Sin embargo, su parecer cambió cuando conoció a su futuro marido. Juan de Padilla
era un hombre educado, de carácter afable, muy apuesto, culto, y lo mejor: la
trató como a una igual desde el principio. Se desconoce si fue un flechazo lo
que sintieron el uno por el otro, pero lo que la historia nos demostró es que
ambos se amaron, y mucho.
El caso es que, volviendo a la
revuelta de los comuneros, cuando las tropas se reunieron para hacer frente al
rey flamenco, decidieron que debían nombrar a un comandante en jefe. Padilla no
ansiaba este puesto, por lo que propuso que todos mantuviesen su autonomía,
sugerencia que fue denegada. Su nueva propuesta fue nombrar a uno de sus
camaradas, sin embargo volvieron a denegar su petición. Y es que los comuneros
veían en la figura de Padilla a un digno heredero de el Gran Capitán Gonzalo
Fernández de Córdoba, adalid y prócer del general valiente, inteligente, y noble
de espíritu. Por la noche, una multitud fue
a buscarle a su casa y lo sacaron de la cama sin dejarle siquiera vestirse para
sacarlo a hombros mientras gritaban:
—¡Viva
Padilla! ¡Padilla será nuestro general!
Pero, para desgracia de los propios
comuneros y de Padilla, la lucha no duraría demasiado. El 23 de abril de 1521
las tropas realistas aplastaron a las comuneras, socavando cualquier esperanza
para los castellanos. Tanto Padilla como sus compañeros de armas
Juan Bravo y Francisco Maldonado, fueron hechos prisioneros. Sin juicio previo,
se les llevó a la plaza de Villalar y, allí se les cortó la cabeza para después
ser clavada en una pica y mostrada a todo el pueblo como advertencia de lo que
les deparaba a cualquiera que tuviera la osadía de alzarse nuevamente contra su
rey.
María,
quien tenía veinticuatro años en ese momento, recibió la noticia junto con una
carta de su esposo. En ella, le declaraba su amor y le decía que, si lamenta su
muerte, era solo por el dolor que sabía iba a causarle a ella. María, con las
últimas palabras de su marido entre sus manos y la congoja de la pérdida en el
corazón, apretó los dientes y se juró a sí misma que honraría su memoria de la
única manera que sabía: luchando.
Aquella mujer, en algo insólito para
la época, se puso al frente de su ciudad y de sus tropas y ordenó no dar un
paso atrás. Guarnecida en la ciudad de Toledo, reforzó las defensas de la
ciudad y se preparó para el asedio. Cuando las tropas realistas llegaron, lejos
de encontrar una alfombra roja para recibirles, hallaron una ciudad alzada en
armas, guarnecida y presta para la batalla. María, lejos de dedicarse solo a la
defensa, se instaló en el alcázar de la ciudad y dirigió la defensa desde allí.
El
resto de comuneros no entendían el empecinamiento de esta mujer, pues sabían
que la batalla ya estaba perdida de antemano. Ciudades como Madrid acabaron por
rendirse. Una tras otra siguieron, sin embargo, Toledo y María resistían hasta
el último aliento. Los comandantes, cansado de batallar (y bien comprados por
el niño emperador) decidieron entregar las armas, pero ella, de armas tomar,
ordenó mover los cañones instalados en el alcázar y dirigirlos, directamente,
hacia sus propios aliados. La advertencia fue clara: la cobardía sería
recompensada con balas de cañón. Y es que María, como una adelantada a su
época, no estaba dispuesta a dejar que se marchase el sueño que había nacido
con los comuneros. Aquellos nobles castellanos, entre otros avances, ya
plantearon con la ley perpetua de Ávila incluir al pueblo en una suerte de
sistema con mimbres de democracia constitucional. Todo esto, doscientos
cincuenta años antes de la Revolución francesa. No en vano, los comuneros
también rechazaban el expolio de cualquier riqueza a favor del imperio del rey,
fuera en España o en las Américas, haciéndose llamar a sí mismos «los indios de
estas tierras».
Una y otra vez los soldados de
Carlos I se chocaron, casi literalmente, con el muro infranqueable que levantó
María. El rey, mientras tanto, se tiraba de los pelos desde su trono y maldecía
no haber aprendido que, como su madre, las mujeres hispanas no eran de las que
se dejaban dominar.
Sin embargo, el asedio hacia
estragos, y los soldados que defendían la ciudad amenazaron con abandonar las
armas. María ya llevaba tiempo pagándoles de su propio bolsillo, pero la
situación era extrema. Como muestra de que su lucha llegaría hasta las últimas
consecuencias, ordenó abrir el sagrario de la catedral de Toledo. Arrodillada
para pedir perdón por lo que iba a hacer, entró en el templo y requisó toda la
plata que albergaba para entregárselo a los soldados como pago por sus
servicios.
Pero la lucha de la Leona de Castilla
no tendría un final feliz. Tras nueve meses de asedio, las fuerzas imperiales
lograron finalmente tomar la ciudad de Toledo en octubre de 1521. Condenada a
muerte por rebeldía, su cuñado y su hermana la obligaron a huir junto a su
hijo. Disfrazada de labriega, y con la salud muy deteriorada por las
consecuencias del asedio, puso pies en polvorosa y huyó a casa de su tío, el
marqués de Villena. Pero éste, temeroso de las consecuencias, le cierra las
puertas. Deambulando de aquí para allá, finalmente acabó por refugiarse en
Portugal, donde Juan III la tomó como protegida. Tenía solo veinticinco años.
Su exilio duró nueve años en los que
se vio obligada a vivir de un modo muy humilde, al menos para alguien de su
status. En el transcurso de ese tiempo su hijo, el único que había tenido con
su esposo, falleció con tan solo siete años. Esto, unido a su delicado estado
de salud, hizo que a la Leona la encontrase la muerte a la edad de treinta
cuatro años.
María quedó en la memoria colectiva
como un ejemplo de valentía y liderazgo, convirtiéndose en el símbolo
de toda la Castilla libre. Su resistencia, junto al levantamiento de sus
camaradas, hizo que Marx nombrase en sus escritos a los comuneros como la
primera revolución moderna. De hecho, inspirados en esta lucha y como símbolo
de la democracia y las libertades, en la bandera de la Segunda República
española se sustituyó la franja roja inferior de la bandera por una morada, en
honor al pendón de Castilla (a pesar de que esto se tratase de un error ya que,
en realidad, el color es rojo o carmesí).
Y aunque Toledo ya levantó una estatua en honor a Juan de Padilla, el pueblo ha reivindicado durante años que se levante otra en honor a su esposa. Y por fin, tras casi quinientos años después de su lucha, Toledo por fin tendrá la estatua que tanto merece su heroína, María Pacheco, a quien la historia recordará por siempre como «la Leona de Castilla».
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Predioso
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