En el año de 1512, un bote arribó a las arenas de Yucatán. Aquellos españoles hacía mucho que habían puesto tierra de por medio para huir de la miseria en busca de fortuna y aventura, pero la suerte se había cebado con ellos. En la orilla les esperaban los cocomes, una tribu local. Desnutridos y enfermos, los españoles pisaron tierra y suplicaron agua y comida. Pero quienes allí los esperaban no deseaban hacer amigos. Tras una riña en la que los españoles poco pudieron hacer, los supervivientes fueron hechos prisioneros y tomados como esclavos. Uno tras otro fueron vendidos a otros mayas de la zona hasta que, ocho años después, de todo aquel grupo de españoles ya solo quedaban dos hombres para contar su hazaña. El primero de ellos era un fraile llamado Jerónimo de Aguilar, y el segundo, nuestro protagonista, era un onubense cuyo único propósito en aquella empresa era labrarse una vida mejor. Su nombre era Gonzalo Guerrero, y pasaría a la historia como el padre del mestizaje.
A partir de este punto, la historia
de Gonzalo Guerrero se mezcla con la leyenda y varía dependiendo de quién la
narre. Lo cierto es que cuando Hernán Cortés incursionó en la actual México,
escuchó la historia de los dos náufragos supervivientes. Bien es sabido que
poco podían hacer los españoles, muy inferiores en número y en un territorio
del todo desconocido, si no contaban con el apoyo de las tribus locales. Y sin
diálogo, la empresa resultaba del todo imposible.
Necesitaba a toda costa traductores
que le facilitaran su desempeño, y aquellos dos supervivientes eran una
oportunidad que no podía permitirse el lujo de dejar pasar. De modo que se las
apañó para contactar con aquellos dos hombres y ofrecerles un rescate a cambio
de unirse a la expedición. Jerónimo de Aguilar se había mantenido fiel a su
religión y, a pesar de que se había adaptado a las costumbres de sus captores,
aceptó el ofrecimiento. Pero Gonzalo, en cambio, se negó en redondo. Y es que
el destino había hecho que su vida diese un vuelco de 180º.
Cuentan algunas crónicas que tras
haber sido sometido a trabajos durísimos, en cierta ocasión salvó la vida de
Nachán Can, el cacique de Chactemal, y que desde entonces este lo tuvo en
enorme estima. Otras dicen que los caciques mayas, a sabiendas de que venía de
muy lejos, le preguntaron cómo se hacía la guerra en su lugar de procedencia, y
que este los sorprendió mostrándoles tácticas de combate que ellos jamás habían
imaginado. Gonzalo no era ningún bisoño en esas artes. Había sido arcabucero en
la toma de Granada y también estuvo en Nápoles a las órdenes de uno de los
mejores tácticos de la historia, Gonzalo Fernández de Córdoba «el Gran Capitán»,
por lo que se podría decir que había aprendido del mejor de la época, y muy
probablemente de uno de los mejores de la historia.
Pero regresando a la carta de Hernán
Cortés y a su solicitud para que Gonzalo se uniese a su expedición, a pesar de
que llevar tanto tiempo separado de su tierra y de haber sido un esclavo,
Gonzalo declinó la oferta. Y es que el andaluz se había adaptado tanto a las
costumbres de los mayas que ahora era uno más de ellos. Había tatuado su
cuerpo, agujereado su nariz, sus orejas y su labio, vestía a las maneras de los
Mayas y, lo más importante, había encontrado el amor. Ella se llamaba Zahil Há,
y era la hija del propio Nachán Can, a quien había salvado la vida. Por fin, y
a tantos miles de kilómetros de su hogar, Gonzalo había encontrado su lugar en
el mundo y la felicidad que tanto ansió. Ahora tenía algo por lo que luchar,
una familia a la que amaba, y no podía abandonarla. Además, y aunque Gonzalo
jamás renegó de su patria, había oído que varios de los llamados
conquistadores, contraviniendo las órdenes dictadas desde España, habían
cometido tropelías contra su gente. No estaba en contra de su país de procedencia, al contrario, pero temía
que aquella cultura ancestral, incluso anterior a la griega, se perdiese ante
el avance de avaros hombres que no respondían ni a Dios, ni a patria ni a rey.
De modo que, al frente de los suyos como Nacom
(líder militar) decidió que nada ni nadie iba a acabar con el modo de vida que
debían heredar sus hijos. No deseaba hacerles la guerra a sus propios paisanos,
pero no iba a tolerar que ellos se la hicieran a su pueblo. Así, Gonzalo se
puso al frente de los suyos, y plantó cara a todo aquel que osara entrar en las
tierras de sus hijos.
Y no fueron pocas las veces que
desbarató los planes de los conquistadores.
En el año 1536, Gonzalo marchó para
ponerse al mando de las tropas del cacique Cicumba y enfrentarse a una nueva
incursión española. Fue en la actual Honduras, y todo parecía bien trazado para
vencer de nuevo en combate. Pero las cosas se torcieron y lo que debería haber
sido una victoria fácil, se convirtió en un auténtico infierno. Al amanecer, la
tierra estaba plagada por los cadáveres de sus hermanos de un lado y otro del
océano. La sangre de mayas y de españoles se entremezcló en aquellas arenas,
tal y como lo estaba en las venas de los hijos de Gonzalo y de Zahil Há. Y
sobre aquel mar carmesí también se derramó la de nuestro protagonista. Cuentan
que un certero disparo de arcabuz lo fijó en el sitio y que la saeta de una
ballesta acabó por arrancarle la vida. Y aquí acaba su historia.
Han pasado muchos siglos desde
entonces y hoy, aquellos que se han negado a olvidar su leyenda le han otorgado
el título de padre del mestizaje. Y es que, tras tantos siglos de idas y
venidas, historia conjunta, amores, disputas y cualquier sentimiento digno de
una familia, resulta casi imposible mirar a un lado y a otro del charco y no
reconocernos como hermanos. La hispanidad es una realidad que cada día cobra
más fuerza y es que no podemos, y no debemos, olvidar que por nuestras venas
corre la misma sangre. Somos herederos de aquella mezcla: somos lo que somos,
con nuestros defectos y nuestras virtudes, pero somos uno solo. Y aunque nuestros
enemigos nos separaron, es importante que lo recordemos para que, al menos, los
lazos que aún mantenemos no se corten jamás. Porque somos tan diferentes, pero
a la vez tan iguales, como lo eran el propio Gonzalo Guerrero y su esposa Zahil
Há.
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