jueves, 3 de agosto de 2023

SALVADO POR LA CAMPANA

 

Solemos utilizar la expresión "Salvado por la campana" para hacer alusión a alguien que, en el último instante, se libra de una situación desafortunada.

La frase ya hecha, pensando en términos pugilísticos, nos evoca a un boxeador al borde del nocaut siendo salvado in extremis por la campana que anuncia el fin del asalto. Pero ese no es el origen de esta frase. También nuestra imaginación nos dice, y quién no se ha visto alguna vez en esas, que su origen podía derivar de aquellos momentos en los que el profesor preguntaba la lección y, justo antes de llegarnos el turno, sonaba la campana que dictaminaba que la clase había finalizado. Pero tampoco.

Su verdadero origen responde a una realidad mucho más tétrica y macabra derivada de lo que se vino a llamar «tafofobia», o lo que es lo mismo, miedo a ser enterrado en vida. ¿Queréis conocerlo?

Hasta hace bien poco apenas existían técnicas que certificasen la muerte de una persona. Oír sus latidos, poner un espejo bajo la nariz... Poco más.

La religión y la superstición también impedían que un cadáver se mantuviese demasiado tiempo expuesto hasta mostrar que la parca había realizado con éxito su trabajo. Esto conllevó que los doctores idearan diferentes técnicas, a cada cual más surrealista, para asegurarse de que una persona ya había dejado nuestro mundo antes de sepultarla bajo tierra. Algunas de ellas eran tan poco imaginativas como pinchar bajo las uñas o incluso en los ojos, introducir un insecto en el oído, estirar de la lengua, colocarle estiércol bajo la nariz u otras más descabelladas como cantar desafinado pegado a la oreja.

Pero, a pesar de todo, esas acciones no suponían certeza de nada.

En el Siglo XIX, el temor ha ser enterrado vivo se convirtió en una obsesión. Y es que no eran pocos los casos en los que se había descubierto, tras haber inhumado a un fallecido, marcas de arañazos sobre la tapa del ataúd y a un cadáver en su interior, con el gesto desencajado por el pánico, y con los dedos ensangrentados y sin uñas. Aquel lógico temor se vino a denominar tafofobia, y persiguió  a nuestros ancestros hasta robarles el sueño. Y como a río revuelto, ganancia de pescadores, pronto hubo personas que, a pesar de lo macabro, decidieron hacer negocio de la muerte.

Algunos empresarios, cuyas instalaciones estaban vacías y sin sacarles partido, las remodeló por completo para reconvertirlas en lugares de espera antes de la sepultura. Es decir, en tanatorios. Allí los familiares del fallecido velarían el cadáver hasta que los síntomas de putrefacción evidenciaran su fallecimiento, momento en el que, por fin, procederían a su entierro.  

Como es obvio, este proceso puede tardar días, y en especial en climas fríos, por lo que el olor resultaba insoportable. Así, surgió un nuevo negocio: el de las flores. Los seres queridos, familiares y/o amigos cercanos, como muestra de respeto y del afecto que le procesaron mientras aún respiraba, comenzaron a pagar de su bolsillo cuantas más flores aromáticas fueran posibles para encubrir el olor del cadáver y evitar que su recuerdo fuese eclipsado por aquella desagradable situación. Tradición, y negocio, que se mantienen incluso a día de hoy.

Pero no todas las ciudades tenían tanatorios, ni todos los familiares estaban dispuestos a compartir habitación con, en ocasiones, decenas de cadáveres expuestos (y sin cubrir de flores). Así, algunas mentes mañosas idearon un invento para poder enterrar al fallecido sin temor a que este continuase respirando: al cadáver se le ataría una cuerda a los pies y las manos. Esta, a través de un conductor, saldría del ataúd hasta el exterior, donde pendería una campana sobre la misma sepultura.

Así, si en medio del silencio de la noche se oía un tañir histérico de campana sobre la lápida de un difunto, era la señal inequívoca de que aquel que se hallaba bajo tierra, en realidad, había sido enterrado en vida.

Se podría, gracias a este ingenio, que la previsión le había otorgado y tenía una segunda oportunidad para salir de la tumba cuando ya todo parecía perdido, hasta el punto de que ya había sido tomado por muerto y enterrado.

Aquella persona, para su alegría y su trauma, había sido «salvada por la campana».

 

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