Solemos utilizar la expresión
"Salvado por la campana" para hacer alusión a alguien que, en el
último instante, se libra de una situación desafortunada.
La frase ya hecha, pensando en
términos pugilísticos, nos evoca a un boxeador al borde del nocaut siendo
salvado in extremis por la campana que anuncia el fin del asalto. Pero ese
no es el origen de esta frase. También nuestra imaginación nos dice, y quién no
se ha visto alguna vez en esas, que su origen podía derivar de aquellos
momentos en los que el profesor preguntaba la lección y, justo antes de llegarnos
el turno, sonaba la campana que dictaminaba que la clase había finalizado. Pero
tampoco.
Su verdadero origen responde a una realidad mucho más tétrica y macabra derivada de lo que se vino a llamar «tafofobia», o lo que es lo mismo, miedo a ser enterrado en vida. ¿Queréis conocerlo?
Hasta hace bien poco apenas existían
técnicas que certificasen la muerte de una persona. Oír sus latidos, poner un
espejo bajo la nariz... Poco más.
La religión y la superstición
también impedían que un cadáver se mantuviese demasiado tiempo expuesto hasta
mostrar que la parca había realizado con éxito su trabajo. Esto conllevó que
los doctores idearan diferentes técnicas, a cada cual más surrealista, para
asegurarse de que una persona ya había dejado nuestro mundo antes de sepultarla
bajo tierra. Algunas de ellas eran tan poco imaginativas como pinchar bajo las
uñas o incluso en los ojos, introducir un insecto en el oído, estirar de la
lengua, colocarle estiércol bajo la nariz u otras más descabelladas como cantar
desafinado pegado a la oreja.
Pero, a pesar de todo, esas acciones
no suponían certeza de nada.
En el Siglo XIX, el temor ha ser
enterrado vivo se convirtió en una obsesión. Y es que no eran pocos los casos
en los que se había descubierto, tras haber inhumado a un fallecido, marcas de
arañazos sobre la tapa del ataúd y a un cadáver en su interior, con el gesto desencajado
por el pánico, y con los dedos ensangrentados y sin uñas. Aquel lógico temor se
vino a denominar tafofobia, y persiguió
a nuestros ancestros hasta robarles el sueño. Y como a río revuelto,
ganancia de pescadores, pronto hubo personas que, a pesar de lo macabro,
decidieron hacer negocio de la muerte.
Algunos empresarios, cuyas
instalaciones estaban vacías y sin sacarles partido, las remodeló por completo
para reconvertirlas en lugares de espera antes de la sepultura. Es decir, en
tanatorios. Allí los familiares del fallecido velarían el cadáver hasta que los
síntomas de putrefacción evidenciaran su fallecimiento, momento en el que, por
fin, procederían a su entierro.
Como es obvio, este proceso puede
tardar días, y en especial en climas fríos, por lo que el olor resultaba
insoportable. Así, surgió un nuevo negocio: el de las flores. Los seres
queridos, familiares y/o amigos cercanos, como muestra de respeto y del afecto
que le procesaron mientras aún respiraba, comenzaron a pagar de su bolsillo
cuantas más flores aromáticas fueran posibles para encubrir el olor del cadáver
y evitar que su recuerdo fuese eclipsado por aquella desagradable situación. Tradición,
y negocio, que se mantienen incluso a día de hoy.
Pero no todas las ciudades tenían
tanatorios, ni todos los familiares estaban dispuestos a compartir habitación
con, en ocasiones, decenas de cadáveres expuestos (y sin cubrir de flores). Así,
algunas mentes mañosas idearon un invento para poder enterrar al fallecido sin
temor a que este continuase respirando: al cadáver se le ataría una cuerda a
los pies y las manos. Esta, a través de un conductor, saldría del ataúd hasta
el exterior, donde pendería una campana sobre la misma sepultura.
Así, si en medio del silencio de la
noche se oía un tañir histérico de campana sobre la lápida de un difunto, era
la señal inequívoca de que aquel que se hallaba bajo tierra, en realidad, había
sido enterrado en vida.
Se podría, gracias a este ingenio,
que la previsión le había otorgado y tenía una segunda oportunidad para salir
de la tumba cuando ya todo parecía perdido, hasta el punto de que ya había sido
tomado por muerto y enterrado.
Aquella persona, para su alegría y
su trauma, había sido «salvada por la campana».
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